EL PAíS › OPINION
› Por Horacio González *
El presidente Néstor Kirchner era un desconocido para nosotros y teníamos todo derecho para dudar de él. ¿Quién era? No lo sabíamos y lo poco que sabíamos no despertaba curiosidad. Cuando entró a la Rosada se expresó de una manera extraña, y aunque su dicción no era esbelta, un no sé qué de entusiasmo reconquistado lo hacía merecedor de atención. Cuando hablaba estiraba las últimas sílabas de cada frase con una implícita intención de señalar una desprotección y un desafío. Pedía ayuda y solicitaba atención para su condición, decía, de hombre corriente ante tareas desmesuradas. Polemista de tribuna, sin duda desgarbado, ojo entrecerrado para afinar la puntería verbal, recordaba una forma elemental pero atractiva del agonismo político.
¿Que no es buen orador? Sin duda, ajeno a pulcritudes y oropeles, evoca directamente la barricada y la calle. No se le conocen piezas áulicas o discursos enterizos. Uno lo leyó meses pasados ante el Parlamento, una pieza de buena factura. Típica hechura ministerial, pero no de las deficientes, pues ésta era atendible y empeñosa. Al leerlo, tuvo algunas interrupciones espontáneas y en un momento llegó a preguntarse si debía seguir leyendo porque ya todos tenían la versión impresa de antemano. No, usted, señor Presidente, prefiere la acción, no leer textos preparados previamente. De acuerdo. Por eso fue y vino con definiciones calientes, a puro ensayo y error. El gesto en el Colegio Militar fue inesperado, elocuente. Su principal opositora lo criticó porque “humillaba” a los ocupantes de ese edificio. Sin embargo, los actos tenían el sello de la interesante soledad del hombre justo. Parecía venir de un destierro, aunque había hecho largamente una política en provincias, problemático pago chico en el cual no mostró los arranques que pronto exhibiría. Lo cierto es que construyó una diferencia, no voy a decir una diferencia como concepto filosófico, al gusto de nuestros amigos franceses, filósofos de la escritura y de la ausencia. Sino una diferencia abrupta con el sombrío pasado, que le permitiría gobernar legítimamente. Una diferencia que sostenía la credibilidad, aun en la inevitable continuidad de los “tiempos oscuros”, para citar a una mujer política de otra circunscripción, Hannah Arendt. Esa diferencia se notó, desde luego, en el campo de los derechos humanos, como si lo esencial de lo que hubiera que hacer surgiera de una reparación largo tiempo postergada y que ahora era posible mentar. El Presidente cuidó esa diferencia, que era una diferencia basada en una exigente interpretación de la historia argentina, que llevaba también a autocontener la represión policial, mínima novedad que espíritus exquisitos pudieron desdeñar pero que marca un viraje necesario en el país de la Semana Trágica, de la represión en las tinieblas o del sangriento diciembre del 2001. Parecía entonces que una época se cerraba y emergía otra con un racimo de interrogaciones más efectivas. No se trataba de reponer ningún pasado, pues la verdadera diferencia, la diferencia de la que hablamos, venía a hacer preguntas drásticas a todo el pasado, al pretérito nacional en su dudosa consistencia toda. Buscando darles nombre a ciertas respuestas, en principio podía satisfacer el adjetivo “setentista”, como muchos dedujeron.
Pero esa circularidad de la historia no parecía conveniente para construir la diferencia, esto es, el punto de partida de una situación nueva. Sin embargo, cuando la tentación ritualista aparecía, la diferencia –el reclamo de actualidad– también se mantenía. Se podía volver a hablar de todo aunque no para repetir nada. Descuidos y pasos equívocos, muchos. Pero la crónica reciente comprobaba que se volvía de los errores con un evidente potencial reparador. En realidad, la diferencia se garantizaba aunque sea con una titilación escueta, hablando de no querer volver a esos pasados frustrantes para todos. En el pasado aciago estaba aquel país de las privatizaciones y de las seducciones fáciles, tanto las módicas en las que se deseaba caer como las falsas en las que se estaba dispuesto a ejercer. Que tal o cual episodio arrojaba dudas, tanto las alianzas políticas inmediatas con personajes de ese mismo pasado, como las idas y vueltas en torno de la cuestión del petróleo, las telecomunicaciones, los acuerdos internacionales y latinoamericanos, todo ello repleto de balbuceos comprensibles aunque innecesariamente sometidos a improvisaciones diversas. Sí, lo vimos. La diferencia, con todo, se mantenía. Y se mantenía aun cuando la urdimbre política real quedaba distante de la épica del presidente sencillo que pedía ayuda, pues abundaban situaciones enfundadas en antiguos estilos. Pero la diferencia –¿cómo la definiríamos: la convincente agonía que resultaba de querer dar ese paso no redundante, no costumbrista, desvinculado del protocolo nacional improductivo?– allí estaba. Como la bandera que sostiene la musa republicana que pintó Delacroix. Menos visible. Y sospechada por muchos. Pero sostenida por empíricas ilusiones colectivas.
Que tal o cual político inconvincente, que tal o cual traspié ya muchas veces visto, que las demoras en dar cauce a la tan reclamada distribución más justa de recursos. Sí, lo vimos y lo vemos. Las sombras proyectadas por desistencias, olvidos o resbalones, incluido el descompromiso con lo que era posible hacer –como avance, como apuesta– en materia de la recuperación del nivel crítico en la vida intelectual pública. Lo sabemos, sí. Y a todo ello lo medimos con la existencia de la diferencia. Está adelgazada. Pero persistente. La diferencia resiste porque es opción de futuro y al mismo tiempo recepción adecuada de los legados profundos del país. Pero la diferencia camina ahora entre vacilaciones y vientos adversos. ¿Pero no decíamos que esa diferencia (lo que vale la pena soportar en nombre de lo que vale la pena reconstruir) podía resistir con su bandera a veces desflecada, a veces enhiesta? Todos medimos la diferencia y quizá la batalla actual consiste en saber ampliarla o si no, por inadvertencia, por impericia, dejar que la devoren los acechantes. Las nuevas derechas acechan, los vanos conspiradores de tabernáculo se han recobrado, los agoreros pontifican, los impenitentes del golpismo secreto actúan, los comunicadores viscosos se refocilan, los sibilinos escribas mantienen sus conocidos retintines, los republicanistas de manual se envanidecen, los políticos de libreto fijo se frotan las manos, las máscaras de seriedad se compran en el supermercado, los neoliberales trabajan ansiosos para que la economía del país caiga de nuevo en sus manos, los académicos de la derecha no vacilan en hablar como la izquierda con tal de poner obstáculos elegantes para que trastabille una oportunidad cierta, este trémulo kairós de los actuales tiempos argentinos. La vida real de la diferencia –hoy, pues de hoy hablamos– a veces corre peligro y ciertas noches, cuando cunde el horario de la conjura, parece desvanecerse. Pero ahí está. Hubo descuidos y desatenciones. Puede haberse achicado, pero resiste. Sin ese resistir se perdería su sentido mismo, la migaja nueva colocada sobre la historia. El Presidente, como inspirador solitario de sus propias políticas –esa soledad, de cierto, sería bueno cambiarla–, dice cosas atrevidas que luego las encontramos relumbrando débilmente, devoradas por el fácil escarnio nacional. Pero el resquicio no debe entregarse a los que esperan resurgir, a la Sarkozy, “contra los inmigrantes”. No, nosotros somos esos inmigrantes, la diferencia es inmigrante, el Presidente es inmigrante. La propia Argentina lo es, y sus pueblos originarios, también lo son.
Proliferan sin duda los errores de esta hora. Se perciben demasiadas semejanzas con las modalidades políticas del pasado, hay un espejo de turbios folklorismos que la clase política de aquí y de allá, muchos de los de antes y de los de ahora, cultiva con singular pasión. Pasiones inversas a las que deseamos. Al palidecer, ahogarse la diferencia, por increíble que parezca, se diseñaría en la inadecuada penumbra de nuevo un país sin proyecto, sin destino, sin sintaxis diferenciales, sin vida intelectual relevante, de trabajadores vulnerados, de hombres y mujeres asustados, subidos a deportivismos acusatorios, poseídos por oscuras vindictas y no inspirados por la idea de los frutos sociales compartidos sino por el tilde de un inconfeso resentimiento, drástico, enmascarado en “políticas de orden”. No, no puede ser. Aquella inaugural diferencia, Presidente, es necesario mantenerla y ampliarla. Pero a esa diferencia que se mantiene es necesario reponerla con nuevos y efectivos llamados. A las palabras justas, sobran los que están dispuestos a escucharlas para ampliar la diferencia en la tarea colectiva.
* Sociólogo.
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