EL PAíS
› OPINION
La sonrisa más cara
› Por James Neilson
Pascal decía que de haber sido más chata la nariz de Cleopatra, el mundo sería un lugar muy distinto. Pues bien, de no haber sido el Adolfo el dueño de una sonrisa tan insoportablemente insolente que desplegó frente a la “comunidad internacional” cuando, exultante, proclamaba el default, es probable que la Argentina ya hubiera recibido del FMI un sobre repleto de dólares y que sus perspectivas fueran un tanto menos grises de lo que en efecto son. Es que sería difícil subestimar la importancia de las impresiones en los asuntos terrenales. La “dureza” hacia la Argentina de Paul O’Neill, Anne Krüger y sus amigos se debe menos a un análisis desapasionado de las opciones disponibles que a su deseo de subrayar su propia reciedumbre hiperrealista, las opiniones heterodoxas de economistas como Stiglitz y Krugman suelen originarse en su necesidad profesional de diferenciarse de sus congéneres y las maniobras de los políticos locales son determinadas en buena medida por la imagen que según las encuestas les convendría proyectar. Cuando de la vida pública se trata, lo subjetivo manda.
Lo mismo sucede en el universo supuestamente concreto y racional de la macroeconomía. En todas partes lo motorizan las ilusiones. Si casi todos creen en algo –el “nuevo paradigma” norteamericano, la red, las bondades del estatismo europeo, el ascenso irresistible del Japón, el uno a uno, el futuro espléndido de la Argentina, lo que sea–, esto se pondrá a convertirse en realidad. Muchas grandes transformaciones muy positivas, entre ellas la conversión de países como Alemania, Italia, España y el Japón, a la democracia, nunca se hubieran producido de no haber sido por la fe compartida de millones de personas. En cambio, si son cada vez más los que tienen sus dudas, todo se desplomará, como acaba de suceder aquí, en Uruguay y, si bien de forma mucho más benigna, en Wall Street.
Aunque muchos entienden que es así, los esfuerzos premeditados por crear ilusiones raramente prosperan. Es necesario que sean obras colectivas, el resultado del aporte de centenares de miles de personas sin que haya ningún responsable identificable. También lo es que reflejen el estado de ánimo imperante. Los políticos que procuran erigirse en símbolos de la esperanza en épocas de malaria sólo logran hacerse ridículos. Tienen que aguardar hasta que los vientos favorables ya hayan comenzado a soplar. Entonces, alguien tendrá su oportunidad. Si logra vender el optimismo a los argentinos por ahora rabiosamente escépticos, no le sería demasiado complicado venderlo al resto del mundo también.