EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
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› Por J. M. Pasquini Durán
Pasó Paul O’Neill por Buenos Aires y trató de simular interés por el futuro del país y por los argentinos, en un esfuerzo por demostrar que la administración de George W. Bush ya abandonó aquella indiferencia hostil hacia la región que el mismo visitante supo ilustrar, en meses pasados, con opiniones estereotipadas de estanciero despótico hacia su peonada. En esta ocasión, la visita formó parte de una rápida gira que incluyó a Brasil y Uruguay, los dos vecinos golpeados en sus debilidades por la onda expansiva de la decadencia argentina. Aunque las naciones “contagiadas” recibieron asistencia financiera, el típico pan para hoy y hambre para mañana, y este país sólo palabras de aliento, en los tres O’Neill presionó otra vez a favor de ALCA (Asociación de Libre Comercio para las Américas) por sobre cualquier otro tipo de sociedad, incluido el Mercosur, percibido por Washington como un obstáculo para sus planes de expandir el propio mercado, una necesidad imperativa en las presentes condiciones de las dificultades económicas norteamericanas, sin más límites que la relación desigual entre el imperio y sus vasallos. Los alcances de esa relación son identificables mediante la simple revisión de las consecuencias que tuvo para México la “libre” participación en el Nafta, con la pérdida de al menos un millón de empleos y la autonomía en el intercambio comercial (las dos terceras partes del maíz que consuma este año tendrá que importarlo de Estados Unidos). Es lo mismo que para descartar la dolarización de la economía, basta con observar los efectos producidos en la pérdida de bienestar de los ecuatorianos. Una de las ventajas de la “globalización” informativa, para los que se quieren enterar, consiste en que ninguna experiencia es demasiado lejana ni ajena.
Es cosa sabida que la estrategia esencial de las relaciones internacionales propiciadas por el gobierno transitorio de Eduardo Duhalde consiste en pasar la gorra, para que cada uno contribuya a voluntad y, esta vez, tampoco fue diferente. Igual que el pastorcito mentiroso, los economistas oficiales y del establishment repiten todo el tiempo que se viene el lobo si el Tesoro estadounidense no otorga el nihil obstat para que la Argentina vuelva a ser reinstalada en el mapamundi de las finanzas internacionales, fingiendo que la situación interna del país no es determinante para nada. En algunas de esas versiones, el raquitismo del mercado interno, la infección generalizada del desempleo y la pobreza y las anemias productivas y financieras serán sanadas, de un día para el otro, mediante el simple trámite de ganar la buena voluntad del gigante Pantagruel.
A veces, hasta los críticos de semejantes boberías contribuyen sin proponérselo a sostener la expectativa de una sanación rápida, aun proponiendo programas opuestos, para eludir la ingrata y deprimente tarea de advertir que, así sea por el mejor camino posible, el futuro nacional demandará un notable esfuerzo de austeridad generalizada. Calmar el hambre, crear los millones de empleos necesarios y reactivar la producción nacional son objetivos posibles pero exigirán energías y voluntades concurrentes de notables dimensiones.
El repudio a la visita de O’Neill, aunque generalizado, mostró también cuánto falta para que esa convergencia popular sea un hecho. Las organizaciones más comprometidas con la resistencia marcharon separadas, en dos jornadas diferentes, para expresar un sentimiento que debía ser común. Es de imaginar, entonces, el grado de diferencias que las separa en materias más complejas, como la articulación de un programa mínimo de reparación nacional, si bien los discursos, más de una vez, parecen referirse a lo mismo. En más de una ocasión esas diferencias parecen referirse a rivalidades de ocasión –la nómina y el orden de los oradores, la cabecera de una marcha, el enunciado de consignas, el forzado reconocimiento de liderazgos únicos–, pero lo más probable es que elfundamento último obedezca a convicciones ideológicas rígidas, impacientes o intolerantes, que terminan por restringir el número de seguidores en lugar de expandirlos a su máximo potencial. Tampoco hay que descartar que algunas de esas concepciones estén agotadas o sean inservibles a la manera de la vieja política de los partidos de mayoría electoral, porque en el ancho mundo de los movimientos populares también han aparecido formas nuevas de pensamiento y de acción, de formación de tendencias y afinidades distintas a las del pasado.
Esas novedades son visibles, por ejemplo, en los movimientos contra la globalización, en la creciente participación de mujeres en posiciones relevantes de las luchas y en las opciones juveniles de adhesión a determinadas causas. Quizás el gremialismo obrero sea uno de los campos donde esas modificaciones sean tan visibles y contundentes, a punto tal que la noción de clase obrera ya no soporta la reducción a la presencia en un determinado lugar de trabajo para abrirse, en cambio, a un abanico de pertenencias diversas en la fragmentación social. El movimiento de piqueteros es un caso puntual de agrupaciones inéditas. Las viejas burocracias políticas y sindicales se niegan a reconocer esas realidades inéditas con la misma obstinación que desconocen los anhelos de participación activa de ciudadanos dispuestos a intervenir en la construcción de sus propios destinos, hasta que son sorprendidos, por ejemplo, con la erupción de desobediencias civiles, tal como sucedió en diciembre último. A diferencia de otros estallidos no fue un suceso pasajero sino que se prolongó hasta hoy en asambleas vecinales que, a pesar de las dificultades, mantienen encendida las brasas de aquellos fuegos. No siempre, además, las entidades que se dicen de vanguardia saben reconocer y, lo que es más importante, asimilar los cambios de época.
La diferencia entre estas entidades y las burocracias radica en los motivos del desconocimiento. En unos son dogmas inflexibles, pero en otros es simple ambición de conservar posiciones de privilegio. El miedo a que los vetustos aparatos partidarios, otrora máquinas invencibles, sean desbordados por los ímpetus renovadores de los ciudadanos sin partido, ha paralizado al Poder Legislativo mientras las cúpulas de peronistas y radicales obligan al Presidente a corregir las normas para las internas abiertas a fin de recuperar el mayor control posible sobre la nominación de las candidaturas. A pesar de la retórica formal sobre la reforma política, la democratización es una chance que les resulta insoportable. Razón más que suficiente para confirmar que esa casta dirigente será incapaz de democratizar la vida nacional, devolviendo a las mayorías los derechos humanos, civiles, económicos y sociales que les fueron arrebatados durante las últimas décadas. Con sus comportamientos, justifican cada día la consigna generalizada para “que se vayan todos”, por desmesurada y hasta injusta que parezca. Son los políticos intermedios y de base los que primero deberían exigir la oxigenación de sus ambientes partidarios, si no quieren ser involucrados en el rechazo popular. El desprestigio es tanto que algunos candidatos de los partidos mayores sugieren que sus mejores oportunidades de victoria dependen de separarse de esas corporaciones para formar agrupaciones nuevas, aunque sólo sea para dar apariencia de cambio.
En estas condiciones, es lógico que las elecciones, en lugar de generar expectativas esperanzadas, sean otra fuente de escepticismo o desazón. A pesar de ese reconocimiento, los ciudadanos deberían meditar con cuidado sobre cualquiera de las formas de abstencionismo. Tal vez, en estas circunstancias, sería deseable que en cada lugar sean promovidos los mejores, o si se quiere los menos malos, de la oferta electoral, a sabiendas de que si defraudan las razonables demandas contra injusticias tan exasperantes como el hambre de millones, siempre los mismos votantes, igual que diciembre último, pueden tener la fuerza suficiente paracancelar los mandatos defraudados, hasta que llegue la renovación efectiva de representaciones y liderazgos. Así como la austeridad será una condición ineludible para acometer la reconstrucción económico-social, tampoco hay que temer a la inestabilidad político-institucional mientras dependa de la voluntad popular en la búsqueda de combinar como corresponde la legalidad con la legitimidad del poder republicano y democrático. Lo único temible del futuro es dejar espacios vacíos para que sean cubiertos por los autoritarios de siempre. Si puede ser motivo de alegría la recuperación pacífica de la Plaza de Mayo como espacio público para la libre expresión, todavía hay capacidad de cubrir los espacios con la acción y también hay lugar en el porvenir para ilusiones mayores, del tamaño de la justicia y la libertad.