EL PAíS
› LAS REGLAS Y LA ORGANIZACION DE LOS COMEDORES POPULARES
“En toda casa hay un tazón de caldo”
Hay gente que conoció el hambre y lo recuerda: son los que no soportan ver a otros pasando necesidad, con ese “vacío que duele”, y saben que siempre hay algo que se puede compartir. Historias de personas que se hacen cargo de mendigos, de un comedor en la villa y de una escuela mendocina.
› Por Verónica Abdala
Los protagonistas de las tres historias que a continuación se relatan -dos peluqueras que alimentan mendigos del barrio de Palermo, un fotógrafo de Lomas de Zamora que impulsó la creación de un comedor, y una maestra mendocina que, como miles de colegas en todo el país, resigna parte de su sueldo para garantizar a sus alumnos al menos una comida diaria– respetan a rajatable un mandamiento que no está escrito: “No serás indiferente frente al hambre de los demás”. Son parte del fenómeno de gente que no se conoce pero hace lo mismo, que no busca recompensa, que trata de paliar lo que les toca de esta crisis inédita. Como tantos que ayudan tanto, no les sobra nada: son gente que en su vida privada sufre también todo tipo de restricciones.
“Es como un calambre: el estómago apretado, y un vacío que duele.” En un pasado no tan lejano, Mirta Juss conoció lo que sienten quienes no tienen qué comer. Fue hace más de veinte años, cuando vivía junto a su esposo y su hija, Andrea Silva, en Uruguay. Hace 17 años que la familia llegó a Buenos Aires, en donde actualmente Mirta y Andrea, que tiene 24, atienden una peluquería en Charcas 5182. Acaso porque el tiempo no consiguió borrar el recuerdo de aquellos días, ninguna de las dos tolera ver que otros sientan hambre. La necesidad de ayudar de alguna forma a los indigentes de la zona en que trabajan, y la imposibilidad ética de sentarse a esperar esa ayuda que no llega, las decidió a movilizarse por su cuenta. “Caminar por los alrededores de la peluquería y ver a toda esa gente olvidada bajo frazadas y cajas de cartón conseguía hacernos llorar”, explica Mirta. “Era algo que llegó a parecernos insoportable. Todavía sigue resultándonos difícil ver que algunos sobreviven en condiciones inhumanas, o directamente se mueren a la vista de todos, mientras otros siguen su rumbo y suponen que no hay nada por hacer.”
Desde que se propusieron colaborar en lo que estuviera a su alcance, Mirta y Andrea recorren varias veces por día las veredas de esa zona de Palermo repartiendo a quienes viven en la calle mate, sopa, pan, raciones de comida que preparan por la mañana, y café. Las acompaña Rodrigo, el novio de Andrea, que no quiso quedarse atrás. Lo que ellas ganan en el salón de belleza no es mucho. “Más bien todo lo contrario”, dicen. “Pero siempre algo queda, en cualquier casa hay un tazón de caldo, y esa gente realmente lo necesita.”
Uno de los que desde hace meses come de lo que reparten las peluqueras en sus recorridas habituales es “el hombrecito”, como ellas llaman a un hombre que suele parar en la esquina de Humboldt y Charcas y que asegura haber sido echado del hospital Borda “porque no había más lugar”. Ninguna de las dos sabe su verdadero nombre, ni los motivos reales que lo llevan a dormir en la entrada de los locales de la calle Santa Fe, pero hacen lo que pueden, y entre todos se las arreglan para que sufra lo menos posible. “El sigue delirando como el primer día, porque es verdad que está medio loco, y está tan flaco como siempre”, cuenta Mirta. “Pero a nosotras nos enorgullece saber que anda por ahí con la panza llena, está bien vestido y hasta se fuma un pucho de vez en cuando. Podrá ser pobre y estar enfermo, pero creemos que merece tener una vida digna y ser respetado también.”
A Mirta y Andrea las consuela saber que no están solas, sino que el suyo es uno entre miles de casos que van tejiendo una red de contención, desde las sombras.
Edgar Sánchez, fotógrafo, también participa de esta movida silenciosa. Durante años, Edgar se ganó la vida haciendo fotos en casamientos y bautismos y llevó una rutina sin sobresaltos, en Villa Centenario, partido de Lomas de Zamora. Las cosas empezaron a cambiar el día en que decidió hacer algo para revertir el deterioro de la situación de muchos de sus vecinos, que empeoraba cada día un poco más. Ni siquiera él mismo se explica del todo cómo fue que se las ingenió para levantar, de la nada, un comedor –Contra viento y marea, es su nombre– que funciona en Morazán 669 y en el que almuerzan y meriendan cincuenta chicos y diez adultos cada día. Lo cierto es que en los últimos meses, decenas de vecinos, incluyendo a verduleros, carniceros y almaceneros mayoristas de la zona, se sumaron al proyecto, y se organizaron para proveer al comedor de cantidades necesarias de leche, verdura, pan, y carne y fideos. “Estamos organizando una verdadera red solidaria”, se entusiasma Sánchez. “Cada vez son más las personas que se acercan para traer lo que pueden. Nosotros recibimos todo, desde una lata de tomate o un paquete de arroz, y les garantizamos a los donantes que los chicos más pobres consumirán lo que traen y que somos absolutamente independientes de los partidos políticos, algo que nos parece esencial para que nos tengan confianza.”
Alcanza con lo justo, y hay días en que la cantidad de personas que se acercan a comer resulta excesiva para las posibilidades del comedor. Por eso sobre la marcha hubo que implementar algunas reglas para no desperdiciar los recursos: no se permite almorzar a los padres de familia ni a las mujeres jóvenes sin hijos. “Es doloroso, pero acá tampoco hay para derrochar y preferimos priorizar a los chicos y las mujeres embarazadas”, explica Sánchez.
Un grupo de cinco psicoanalistas de la Capital que prefieren mantener sus nombres en reserva y gozan de una posición relativamente cómoda, idearon otro sistema: se turnan desde hace dos meses para comprar cada semana los cincuenta litros de leche, el chocolate en polvo, el azúcar, el pan y las facturas para la merienda que se consumen en Contra viento y marea. “Difícilmente podamos revertir la realidad de la inmensa cantidad de gente que en este país no recibe lo que merece, pero seguramente serían muchos menos los que viven sumergidos en la miseria si otros colaboraran con lo que pueden”, piensa una de ellas. “De otro modo estaríamos sumando a la pesadilla del hambre otra: la de la indiferencia de la sociedad civil. Es cierto que muchos se tapan los ojos frente a aquellos a los que el modelo margina. Pero también que hay otra parte de la sociedad que asume esa realidad como una alternativa reversible”, define.
La única condición que el comedor exige a quienes se acercan buscando comida,es que los chicos concurran a la escuela y que sus madres colaboren cuando llega el momento de lavar platos y limpiar el lugar. Los beneficiarios, además, pueden racionar lavandina y detergente, o fabricar dulces caseros que posteriormente se venden para multiplicar los ingresos del comedor.
Por estos días, otra cuestión aflige a Sánchez: encontrar la forma más efectiva de evitar los robos. Una situación por la que atravesó hace dos meses, cuando “un grupo de hambrientos más hambrientos que los nuestros” le vaciaron la despensa. Está tan atento a que a su comedor no lleguen los ladrones como a la necesidad de mantener alejados a los punteros políticos de la zona. “Es que acá ninguno pierde la oportunidad de querer meter mano para sacar votos, pero no los dejamos.” Reconoce que el suyo dejó de ser un trabajo fácil, pero al menos duerme con la conciencia tranquila: siente que está haciendo lo que debe hacer.
Raquel Madrid de Sánchez trabaja como maestra de cuarto grado en una escuela primaria de un barrio carenciado de la capital de Mendoza (la cuarta sección) y es una mujer a todas luces coqueta. Aunque últimamente prefiere el perfil bajo: siente que no es capaz de arreglarse mientras algunos de sus alumnos ni siquiera tienen una campera para abrigarse en invierno, van a clase con remeras agujereadas en pleno invierno y le cuentan que llegan a pasar días enteros sin comer. “Ahora yo también me saco la campera en el aula aunque me esté muriendo de frío para no hacerlos sentir mal”, dice Raquel, que además de acompañarlos con gestosconsiguió, con la colaboración de otras compañeras docentes, asegurarse que los chicos se fueran alimentados a sus casas.
La idea de colaborar con lo que pudieran para revertir esta situación surgió cuando Raquel notó, a principios de este año, que varios de los chicos de su clase no prestaban atención y “estaban como dormidos, atontados. Con mis compañeras los observamos más atentamente y llegamos a la conclusión de que lo que les pasaba era que estaban mal comidos, desnutridos algunos de ellos, y decidimos ayudarlos”. Uno de los padres de los chicos a los que las maestras dieron de comer se presentó enojado, en la escuela, la primera vez. Acusó a las maestras de estar discriminando a su hijo. Ellas lograron tranquilizarlo diciéndole que en realidad le habían dado de comer a todos los chicos del grado. Con el paso de los meses, la merienda se convirtió en costumbre: ahora, en esa escuela y con la ayuda de padres y comerciantes de la zona, cada día los alumnos reciben pan, mermelada y un vaso de leche tibia. Y los chicos y sus padres sólo se quejan si la comida falta.
“Es impresionante cómo la gente que menos tiene es la que más da”, dice ella. Para muchos de los chicos de esa escuela, como pasa con docenas de miles del resto del país, el vaso de leche y el pan con mermelada es desde hace meses la principal comida del día. Cuando se le pregunta por los motivos que la impulsaron a actuar más allá de sus responsabilidades docentes, la maestra, que tiene dos hijas adolescentes, explica que no hubiera podido seguir soportando la rutina de despedirse cada día de los nenes sabiendo que muchos de ellos volverían a la escuela en la jornada siguiente sin haber comido nada, o casi nada. “Eso es parte de una realidad que tiene que empezar a ser pasado”, dice. “Cada uno de nosotros sabe que, por más apretado que tenga el cinturón, está en condiciones de hacer algo más desde su lugar.”