EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Fabregat
De las decenas de cuentos, viñetas, historietas, situaciones gráficas fijadas para siempre en mi memoria, hay una frase que, por esas cuestiones del capricho mental, me vuelve cíclicamente a la sesera: ¡Qué lástima, Cattamaranzio! Ya ni recuerdo cuál de los tantos y gozosos libros de Fontanarrosa contiene ese relato, una de muchas perlas del tipo que cruzaba fútbol y literatura como pocos. Allí, un relator con todos los lugares comunes del oficio iba dando cuenta de un partido en que el torpe delantero Cattamaranzio se morfaba un gol detrás de otro. Pero el Negro, tan hábil para mixturar lo inesperado del fútbol con lo inesperado de la narración, iba colando en ese relato futbolístico primero la sospecha y luego la convicción de un desastre nuclear a escala global. Al final, el relator advertía que “el cielo se ha puesto de una extraña tonalidad verde”, para despreocuparse de inmediato y concentrarse, inmutable ante el desastre humano, concentrado en el desastre futbolístico, en la enésima aproximación de Cattamaranzio al área rival.
Nunca escuché a ese relator, pero desde entonces, cada vez que un partido de fútbol delata el traspié de un número 9, la voz me rebota en la cabeza. Por extensión, la frase sirve de comodín a las situaciones más disímiles, a perder el colectivo, a que no aparezca la foto que necesitamos para una página, a la pérdida de algún objeto, incluso a la frase cachadora para el amigo hincha de un equipo en desgracia: ¡Qué lástima, Cattamaranzio! Para un periodista, para todos los que en esta tarde triste nos abocamos a la tarea de dar esta noticia de mierda, es casi imposible honrar la objetividad que marca la profesión. Todos hemos leído sus cuentos, sus fabulosas tres novelas (¿cómo olvidar el partido de fútbol de El área 18, a la protagonista de La gansada con su bolsa de papel en la cabeza, las andanzas de Best Seller?); todos hemos seguido a Boogie y al Inodoro, Eulogia y Mendieta, y en el contacto con su obra desarrollamos un enorme cariño que iba más allá de si lo conocíamos personalmente o no. Eso que pasa con los tipos que dejan huella de verdad. Eso que hace que, frente a la noticia, no pueda evitar la frase de Cattamaranzio y me sienta instantáneamente un pelotudo por semejante trivialidad ante la muerte. Y después, pensándolo con menos saña, me tranquilice pensando que, al cabo, no está mal como pequeño homenaje personal.
Qué lástima, Fontanarrosa.
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