EL PAíS › OPINION
› Por Juan Sasturain
Entonces uno se anima –con todos estos paraguas abiertos– a decir que el Negro Fontanarrosa era, simplemente, el mejor. En todos los sentidos. Pero sobre todo, muy buena gente. De buenísima leche. Estoy hablando de vida social, de vida profesional, de colegas y de amigos. De una sanidad invulnerable al halago y a las miserias del celo. En él, como en otros, se intuye que es cierta la idea del humor –que en él era un reflejo, una manera, un tic personal– como una forma superior de la inteligencia, de la sabiduría. El se cagaría de risa ante esto. Pero es cierto. No tomarse en serio es la única forma seria de tomar las cosas. Y así iba, con naturalidad de la gracia a la desgracia. Contaba, hace un tiempo, ya muy jodido: “Uno lo primero que se pregunta es ¿por qué a mí? Pero después pensás: ¿Y por qué no?” Era el mejor: en los últimos tiempos se prestó (literalmente) para lo que quisieran hacer de él, con él o sobre él. Siempre estaba ahí. Se hizo cargo del embarazo ajeno, de lo que podían sentir los demás ante su enfermedad manifiesta, y en los últimos años –tan jodido y dependiente como estaba– era capaz de hacer que todo el mundo se sintiera casi “cómodo” en su presencia, sin una queja, con humor imperturbable, laburando al filo del final, haciendo como si nada. Era el mejor, digo, como tipo.
Y del escritor, del humorista y del dibujante sólo cabe lo mismo: era el mejor de nosotros. De nuestra generación, seguro, me animo a decir. Probablemente, alrededor de estas líneas habrá muchas que se dediquen al elogio de Fontanarrosa en cada rubro, y va a estar bien. Sólo cabe subrayar un par de cosas.
Primero, el increíble nivel de calidad que fue capaz de sostener con una producción de semejante volumen. No es fácil; es casi imposible, si no se es un genio. Más de treinta años y otros tantos tomos del Inodoro son la evidencia de que el Negro lo era. Y los cuentos. La cantidad y calidad de sus cuentos. Isidoro Blaisten –que sabía de esto– suponía que toda una obra literaria (la suya, por ejemplo) se justificaba con haber logrado dejar un par de textos perdurables. En el caso del Negro, son una docena los relatos rigurosamente antologables (cada uno tiene los suyos) dentro de una producción vastísima. El último libro, El rey de la milonga, que escribió ya cachuzo, es extraordinario.
La otra cosa para señalar –y terminar– es el “lugar” de Fontanarrosa. El Negro es, sin salvedades de ningún tipo, uno de los grandes narradores argentinos de todos los tiempos. Se podría considerar, desde la perspectiva de aquellos que conciben la producción literaria o la tarea artística en general como una competencia o carrera, que nuestro amigo –como decía el Gordo Soriano en famoso artículo sobre Stan Laurel y Oliver Hardy, el Gordo y el Flaco– cometió “el error de hacer reír”. Es decir: el prejuicio respecto del tono –y de los temas, agregaría– de muchos de sus relatos hicieron que, hasta no hace mucho, algunos no lo vieran como escritor, no lo registraran como tal. No había casillero habilitado para él en el sistema de la literatura argentina. Eso le (nos) importaba un carajo. Nunca miró a los costados cuando escribía (cada vez mejor) y siempre tuvo y le sobró de eso que hace que un escritor lo sea: lectores. Después de su talento, es lo que más le envidiamos.
En los últimos tiempos recordé y cité con frecuencia una definición suya de la amistad: “Un amigo –decía el Negro– es alguien con el que no te tenés que cuidar ni reprimir (seguro no eran ésas las palabras pero sí el sentido). Hay una base de confianza que nada puede conmover. Por eso, si un amigo viene y te dice No sabés la película iraní que acabo de ver, vos le podés decir: No me empieces a romper las pelotas...”
Eso es precisamente lo que me gustaría que me dijera ahora, después, en algún momento, cuando lea estas pelotudeces fruto de la tristeza y de la impotencia.
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