EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
INSEGURIDADES
› Por J. M. Pasquini Durán
Es antigua la relación entre poderes políticos, poli-ladrones y delincuencia. Las fuerzas de seguridad han sido usadas como instrumentos de represión, recolectores de votos, recaudadores de fondos negros y otros servicios de ocasión. La relación tuvo siempre bases corruptas, basadas en la mutua protección de los miembros de la asociación ilícita, pero el terrorismo de Estado (1976/83) terminó de cebar al tigre: el derecho al botín, por ejemplo, formó parte del sistema ilegal de la dictadura, lo mismo que el asesinato ilegal del adversario, real o supuesto, a cambio de impunidad. En los últimos tiempos, sobre todo en el área bonaerense, esas prácticas quedaron expuestas al desnudo por la concurrencia simultánea de varios factores: 1) Las mafias policiales, entronizadas en capas superiores de la institución han convertido al delito, aún en sus fases más oscuras y trágicas, en un modo regular de funcionamiento; 2) La descomposición del sistema político y la deliberada ineptitud del Estado exangüe, perdieron la credibilidad pública y, con ella, la capacidad de amparo y de control. Ni la prepotencia autoritaria de Aldo Rico ni el supuesto garantismo de Juan Pablo Cafiero lograron poner en caja a las mafias policiales; y 3) El auge delictivo, en especial con protagonistas juveniles, aumentó como nunca: 142 por ciento en cuatro años y cada dos días un muchacho es arrestado por homicidio. Los crímenes –de los delincuentes y de la “maldita policía”– aumentan en número y en grado de violencia, multiplicando en la población los sentimientos de inseguridad y de miedo. Rehenes de quienes deberían ser los servidores de la ciudadanía, los individuos y los grupos ya no son autónomos para organizar sus vidas cotidianas y hasta sus hábitos son modificados por esas agresiones externas.
Establecer una relación mecánica de causa - efecto entre ese crecimiento delictivo y la extensión de la pobreza y la marginalidad social, explica sólo en parte esa realidad. Como lo mostró el Informe de Desarrollo Humano, Chile, 1998, a pesar de que la economía de ese país en ese período tuvo significativos crecimientos igual se acentuó un sentimiento de inseguridad muy fuerte en la población caracterizado en particular por el miedo al otro y la desconfianza frente a la desconocido (PNUD, 1998). Hay variados casos de países donde los delitos reciben castigos extremos, incluida la pena de muerte, y sin embargo el temor en la población, en especial al abuso policial, es tan fuerte como el que se vive aquí en estos días. Convendría, quizá, establecer de una vez que la sensación de inseguridad en la ciudad y el conurbano de Buenos Aires es provocada por una combinación de factores más complejos que las explicaciones simplificadas. Criminalizar a los pobres, por ejemplo, sin tomar en cuenta que también son víctimas en números considerables, lo único que produce son prejuicios, amplía la zanja que divide a los fragmentos sociales encerrados en sí mismos, anulando la capacidad recíproca de solidaridad y cooperación, con lo cual la situación se agrava en lugar de aliviarse.
El científico social Fernando Calderón Gutiérrez trató de enumerar esos factores convergentes, de este modo: “La violencia requiere soportes culturales, políticos y sociales para cristalizar y, en este sentido, se nutre de varias fuentes: de la cultura de la negación del otro en los espacios públicos y privados, de la corrupción y de la debilidad institucional, de la fragmentación de conflictos, del faccionalismo partidario, de opciones económicas excluyentes, del sistemático crecimiento de las brechas sociales y la excesiva concentración del poder, de la exclusión y la pobreza, de la anticiudadanía y hasta de los vaivenes de la política internacional” (en Nueva Sociedad, Venezuela, 2002). A manera de ejemplo citó con razón una experiencia que Argentina conoce muy bien: “Hubo violencia política en los programas de ajuste no sólo por loscostos sociales que implicaron, sino porque promovieron conflictos políticos que incitaron a la violencia” (Ib. cit.) En las actuales circunstancias argentinas, además, pudo haber subrayado el factor que llama “faccionalismo partidario”, o sea el canibalismo en las disputas por los espacios de poder en el interior de los partidos, en particular en el que gobierna el país y la provincia de Buenos Aires, mientras se apresta a quedarse con la sucesión presidencial. Los principios de oposición y disenso se pervierten en el único propósito de destrucción del otro.
Por supuesto, toda racionalidad en el enfoque no alcanza para atenuar al crimen ni a sus efectos atemorizante sobre la población en general. Ninguna teoría puede revivir a Diego Peralta o aceptar los fusilamientos de los piqueteros en Avellaneda, y tantas otras barbaridades. Asimismo, los que pueden encerrarse entre cuatro muros, custodiados por algunos de los 70 mil guardias privados, ni los 300 mil ciudadanos que son nuevos portadores de armas, tampoco tienen la poción mágica que los vuelve invulnerables. Además de las experiencias propias, las que han sucedido en el mundo son suficiente evidencia que la invulnerabilidad no existe, por muy grandes o fuertes que sean los sistemas de protección particular. Por lo general, la apatía o el fatalismo social son la expresión del vacío social creado por la ausencia de una política que produzca sentido. Tratar de cubrir ese vacío con opciones forzadas entre “garantismo” y “mano dura” es tan artificial como insuficiente. Todo delito, no importa quién lo cometa, requiere juicio y castigo. En el país, es habitual que la Justicia sea selectiva –no hay igualdad ante la ley– y carece de los recursos, a veces también de la voluntad, para ser rápida y efectiva. En el caso de la policía, esos defectos se agravan a consecuencia de la relación interactiva que hay entre esa fuerza y los jueces, quienes dependen para cumplir algunos tramos primarios de su labor de contar con la buena voluntad de los uniformados.
La dinámica de las relaciones de poder, construidas a lo largo de mucho tiempo, terminaron por garantizar la impunidad de ciertos infractores según la conocida ley del gallinero. Por lo tanto, no habrá respuestas verdaderas a los abusos en tanto las únicas reacciones sean la sustitución de un jefe por otro o algunas purgas ocasionales un poco más amplias. Hay que cambiar de raíz esas relaciones de poder envenenadas, pero eso implica ir más allá del mero balance entre delitos y represión o agotarse en modificaciones a los códigos penales. Calderón Gutiérrez escribió en el texto citado que las tendencias autodestructivas de una sociedad son derivados directos de la fragmentación de conflictos, exclusión social creciente, incapacidad del Estado para resolver problemas, debilidad del sistema político para procesar demandas, deterioro de la representación y de los mecanismos de integración simbólica, surgimiento de enfrentamientos directos Estado - sociedad, crisis económica y crisis de legitimidad de las instituciones del Estado y de la sociedad civil. Aunque el autor no cita a la Argentina, la descripción le calza como un guante a medida.
Ninguna política de seguridad, por lo tanto, puede ser concebida por afuera de esos parámetros de referencia, lo cual no quiere decir que para definirla haya que esperar a que todos los demás factores estén bien resueltos. Tomarlos en cuenta quiere decir que los criterios de seguridad deberán ser planificados para que funcionen a pesar de esas dificultades y que, a la vez, su aplicación contribuirá a resolver el conjunto de problemas. Por ejemplo, ¿cómo organizar una fuerza de “asuntos internos”, policía de policías, sin que las mafias la coopte o la desbarate? ¿No habrá llegado la hora de dividir a las fuerzas policiales según nuevas afinidades con la labor que cumplen –financieras, judiciales, de tránsito, etc.– a la manera de las experiencias europeas y norteamericana? Los expertos podrán aportar, claro está, respuestas válidas a estas y muchas otras probabilidades que le quiebren el espinazoa un esquema que está corroído hasta las entrañas, aunque no todos sus miembros hayan entregado el honor y la dignidad que le otorgó la sociedad al darles el monopolio de la fuerza.
Como sucede con la mayoría de los asuntos públicos, más si son urgentes, la resolución no puede quedar en las exclusivas manos del gobierno transitorio. Hay que decir que la izquierda y el progresismo también están en mora, puesto que no se conocen propuestas concretas y prácticas para afrontar semejante desafío. Las fuerzas de seguridad han sido percibidas como el mero instrumento de los poderes, en particular los reaccionarios y, por consiguiente, sólo han merecido el repudio, por cierto tantas veces merecidos. Las circunstancias, sin embargo, piden más y nuevas actitudes. Por supuesto, estas y otras fuerzas defensoras de la libertad y de los derechos humanos han realizado innumerables esfuerzos para reclamar verdad y justicia y para demandar castigo a los abusadores del poder. No alcanza con las denuncias y los mitines, sin embargo, para erradicar los vicios y las mafias. Sin ponerle frenos, los riesgos serán cada vez mayores: a los escuadrones de la muerte podrían sumarse otras expresiones clandestinas de violencia, incluso de signo contrario, en una espiral cada vez más ingobernable, si no hay respuestas válidas dentro de las pautas de la democracia. Lo mismo que en otras áreas de la vida pública, el tema necesita una deliberación pluralista, social y culturalmente incluyentes, que debería ser promovida en los distintos frentes del movimiento popular. Con esta policía no se puede vivir, pero tampoco sería posible la convivencia sin fuerzas de ley y de seguridad. Ni las revoluciones más radicales han podido prescindir de esas condiciones. Guste o no, nadie puede sentarse a esperar soluciones de una Justicia sospechada, un sistema político repudiado y un Estado sin energía ni voluntad para hacerse cargo de las aspiraciones sociales. Hay que asumir el destino en manos propias y eso, al contrario de lo que entiende la vieja política de derecha y de izquierda, no significa preocuparse por las próximas elecciones sino en construir un poder diferente desde la sociedad.