EL PAíS
› LOS SUCESOS DEL JAGUEL, UNA METAFORA DE LA ARGENTINA
La Maldita Policía y la Maldita Política
Una pueblada que representa a mucho más que a los ciudadanos bonaerenses. Cuando el Estado se va y llegan las asociaciones ilícitas. Cuestiones de familia: bonaerenses vs. bonaerenses. Las instituciones al servicio de las facciones.
› Por Mario Wainfeld
”Hay momentos de la tarde en que la llanura está por decir
algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo
entendemos o lo entendemos pero es intraducible como
una música”.
Jorge Luis Borges. “El fin”.
“Esta novela cuenta un hecho real”
Ricardo Piglia. “Plata quemada”
El recurso a las citas literarias que anteceden o a la metáfora, que vendrá en el párrafo siguiente, intentan transparentar una confesión: el cronista antes presiente que sabe, antes describe que comprende, que la Argentina ha cambiado demasiado para dejarse retratar en los escuetos márgenes de una crónica semanal. No se trata, ojalá fuera apenas eso, de los límites del periodismo o de un periodista en especial: en un reportaje publicado en este diario días atrás el sociólogo Ricardo Sidicaro explicó que nuestra disgregación torna inexpresivas, inadecuadas, empequeñecen a categorías clásicas de las ciencias sociales como la anomia. Ni la anomia ni la guerra civil es lo que nos pasa, lo cual no quiere decir que lo que nos pase sea mejor que tales abismos, sencillamente no sabemos ni nombrarlos. Carecemos de palabras para explicar y hasta para nombrar el horror, la incertidumbre y la fragmentación que son el pan nuestro de cada día. Y esa falta de palabras acentúa la incertidumbre, el horror y la fragmentación.
El Jagüel, el Estado, el país
Los sucesos de El Jagüel, sin ir más lejos, espejan a la Argentina toda, a su desventurada historia de las dos últimas décadas.
La Policía que no funciona como policía, sino como asociación ilícita reduce al rango de ilusión lugares comunes o intentos de justificación: no está corrupta, no está infiltrada, la institución sobrevive si bien alberga manzanas podridas. Tales explicaciones confortantes suponen un piso de normalidad, una regla que funciona. ¿Pero, cuál es en Buenos Aires la regla y cuál la excepción? ¿Es la regla que la policía funcione como tal y la excepción los desvíos, que si así fuera podría hablarse válidamente de manzanas podridas o corrupción o decadencia? No parece. Siendo así, sólo una pirueta de lenguaje puede rescatar a una institución que es el mínimo común denominador de casi todos los delitos que conmovieron al país en la última década, desde el atentado a la AMIA, hasta el de José Luis Cabezas, pasando por el de los pibes militantes Kosteki y Santillán y –todo induce a creerlo– por el del pibe de su casa Peralta. No se trata ya que la “fuerza del orden” sea incompetente para prevenir, reprimir o dilucidar crímenes, sucede que es su principal agente. No es paradoja que su aptitud para la barbarie sea superior a la que tiene para cumplir su cometido de origen. Para delinquir tienen posibilidades muy vastas, pueden ser amos de vidas ajenas por monedas o por política, pueden “sembrar cadáveres” para ganar una pulseada política... mucho pueden por izquierda.
Por derecha, la Bonaerense no es apta para impedir que un puñado de vecinos, casi sin más armas que sus manos, incendie una comisaría.
Débiles para garantizar la legalidad, señores de la guerra en la noche o sin uniforme, los policías bonaerenses son –sin pretenderlo ni saberlo– un símbolo de la decadencia del Estado argentino capaz de hacer ricos en cuestión de horas a algunos pillos, pero crecientemente impotente para garantizar standards mínimos a los ciudadanos normales. No digamos para evitar la pobreza extrema o el hambre en un país rico en alimentos -”hazañas” que parecen estar fuera de agenda– a gatas pudo hacer (mal) uncenso nacional y se debate si puede garantizar padrones para elecciones que se harán en cuatro meses.
El desguace del “Estado –que el peronismo impulsó con ignorancia, con la fe propia de los conversos y con la urgencia que suele acuciar a las acciones de los coimeros– tenía que terminar como terminó. Con los maestros que ya casi no enseñan, agobiados como están por sobrevivir y por administrar los comedores escolares y con los policías de la provincia más vasta que sólo funcionan por izquierda. Pueden mutilar la vida de los ciudadanos en las tinieblas pero –carentes de toda autoridad– no son idóneos para ponerles mínimo coto cuando sí correspondería.
Porque, aunque se diga menos, tampoco augura buen futuro que los habitantes de El Jagüel incendien su propia comisaría. La bronca de los vecinos es justificada, su cuota de paciencia (nada menor) ha sido desbordada pero –como ocurre en tantos otros terrenos– sus manifestaciones aluden mucho más a un estado de ánimo que a un proyecto político o tan siquiera de vida en común. Cuando gente de pueblo enfrenta con el único armamento de su representatividad y su coraje a policías que han deshonrado su uniforme, sólo cabe estar de su lado. Pero, una vez terminada la batalla, compete preguntarse cómo siguen las cosas. Y lo cierto es que ninguna sociedad puede funcionar sin Estado, sin autoridades y con ciudadanos que, para hacerse valer, tengan que acudir a la acción directa.
Como ocurre con los ciudadanos de la Argentina, los de El Jagüel ya rehúsan seguir siendo sumisos y enhorabuena que así acontezca. Pero su furia está en el linde mismo de la legalidad y expresa más la impotencia con lo que hay que la propuesta de lo que debe sobrevenir. Es catarsis antes que construcción de futuro.
El Jagüel no es la guerra civil, que exige dos bandos constituidos y con proyecto ni es la anomia. Tampoco es Fuenteovejuna, ese canto a la rebeldía popular, ya que el relato ejemplarizador de Lope de Vega termina con la restauración de un orden justo, el establecimiento de una autoridad respetada, la continuidad de una vida digna de ser vivida. Muy lejos de lo que es la realidad bonaerense y nacional, aunque la comisaría humee y haya relampagueado el escarmiento.
La familia bonaerense
Lo que falta, para que haya bandos, para que la bronca popular tenga dique, tenga cauce y no sea un mero tránsito a la represalia o a otra frustración, es la política entendida como propuesta de pertenencia, de armonización de intereses, de designación de adversarios, de proyecto común.
Se trata de una mercadería faltante en plaza. Lo que sí abundan son internas feroces, desproporcionadas a las diferencias que dividen a las facciones, omnipresentes, tan obsesionantes como huecas. El peronismo bonaerense –que a la sazón gobierna (por así decirlo) la Argentina y la susodicha provincia– es también una buena metáfora o si se prefiere una muestra estadística digna de atención sobre la facciosidad que anida en el PJ, sobre el salvajismo con que dirime irrisorias diferencias antes personales que políticas. El peronismo bonaerense, en suma –tal como su eterna amigovia la Policía provincial– no tiene límites puesto a perjudicar a los gobernados y adolece de enorme inoperancia para resolver sus cuitas.
Las acusaciones fenomenales y las zancadillas arteras que proliferaron en estos días, montadas en una situación espantosa, ocurrieron no ya entre pares sino entre compañeros de años. Las diferencias que brotan tienen que ver con el actual reparto de roles y con las respectivas ambiciones a futuro, antes que a un debate a fondo sobre las relaciones entre poderpolítico y la Maldita Policía y sobre el financiamiento espurio de aparatos partidarios.
La brutalidad de los mandobles cruzados entre el Gobierno bonaerense y el nacional, tal como ocurre de común con las internas del PJ, puede inducir a cualquier observador desprevenido a olvidar lo esencial: que es una pelea de familia.
Ley de lemas: vale todo
Si la desaprensión ideológica y ética del peronismo arrasó sin contrapartida con el estado de bienestar su desaprensión institucional amenaza con desbaratar lo que va quedando del sistema democrático. A nivel nacional, un puñado variopinto de dirigentes empieza a propugnar la Ley de lemas. Carlos Reutemann, el supuesto estadista silente, desandó su mutismo para proponer la panacea, el menemismo bate palmas. Por izquierda Néstor Kirchner más la banca que la cuestiona.
Se trata de una propuesta inconstitucional lo que –desde luego– no parece arredrar a ninguno de sus impulsores o avalistas. Valga entonces añadir un argumento funcional: es el detalle que faltaba para parir un próximo gobierno débil desde el vamos. Tentados a resolver su interna e impotentes para hacerlo dentro de algún marco legal, una fracción del PJ busca hacer del vicio virtud... y sacar ventaja del vicio. Sueñan con ser el sublema más votado, así sea con el 10 o 15 por ciento de los votos del padrón general, capitalizar los sufragios de sus oponentes y llegar, como fuera, a la Rosada. Formatean, excitados, un gobierno herido de ilegitimidad porque no pueden armar una primaria decente.
La actitud de parte del Gobierno nacional frente a Felipe Solá es otro ejemplo de irresponsabilidad e internocentrismo. Valga recordar, a tirios y troyanos, que el actual gobernador no es un rebelde surgido de alguna pueblada sino el compañero de fórmula del Canciller que acumuló votos prometiendo meter bala. Tiene su cuota parte de responsabilidad en lo que es hoy Buenos Aires (administrada por la misma facción del PJ desde hace 15 años) y magro derecho le asiste a sorprenderse por ello. A lo que sí tiene derecho, como mandatario de los bonaerenses, es a pretender que sus compañeros de partido, de provincia y de línea no pongan en riesgo la gobernabilidad jugando con fuego, con el exclusivo norte de mejorar posicionamientos personales.
“Felipe se equivoca, ve conspiraciones en todas partes. Nos acusó de querer implantar el estado de sitio, siendo que es facultad del Congreso si no está en receso. ¿Qué podemos conseguir nosotros en el Congreso? Si nos proponemos ponerle Carlos Gardel a una cortada del Abasto, con aprobación parlamentaria, podemos pasarnos seis años para conseguirla. Imagínese si vamos a lograr que nos banquen el estado de sitio” satiriza un integrante del gabinete nacional y dice bien. Pero es cierto que la intervención federal rondó por ciertas cabezas, se habló bajo ciertos conos del silencio (que como el del Superagente 86 filtran más de lo que tapan) y alegró ciertos corazones del propio equipo de Duhalde. Las sospechas de Solá apuntan a Alfredo Atanasof y éste, claro, lo niega.
Nadie se hace cargo de haber promovido tamaños disparates, pero lo cierto es que estuvieron en la agenda y que faltó cooperación entre la Rosada y La Plata siendo que son dos caras de la misma moneda.
La piedra del escándalo
Una de las piedras del escándalo de familia fue Marcelo Saín o, más bien, sus declaraciones acerca de la trama que anuda a la Bonaerense con el financiamiento de la política distrital. Saín quizá metió la pata en términos políticos, da toda la sensación que sus declaraciones funcionaron más como búmeran que como ariete para el sector en el que revista. Y pecópor generalizar, implicando a todos los intendentes o una imprecisa mayoría siendo que varios ex intendentes revistan en el mismo Gabinete que él y Juan Pablo Cafiero y tres en el Gabinete nacional, si se computa a Duhalde. Si Saín quiso calzarles a todos el mismo sayo debió ser más preciso, debió explicar por qué comparte el Gobierno de Solá y hacerse cargo de la correlación de fuerzas. Si, en verdad, no acusó a todos le correspondía ser más minucioso.
Pero si, acaso, Saín fue impolítico no pecó por mendaz ni por incoherente. Sostuvo los mismos principios que viene defendiendo desde hace años en la doctrina, la cátedra y la función pública. Y lo que dijo pudo ser una simplificación excesiva, pero en lo sustancial es verdad. Algunas espadas del Gobierno –el que llevó la voz cantante fue Alberto Fernández– respondieron que jamás existió la verdad que apuntó Saín. A la luz de los hechos, de la impunidad policial, de los silencios que nimban su espamósdica relación con el duhaldismo esa reacción indignada y desmedida carece de credibilidad. Y sugiere que muchos, en lugares de predicamento, están dispuestos a que nada cambie en ese foco séptico que es la Bonaerense.
Como una música
Apelando a las letras de Borges, el cronista alerta al lector contra sus límites para entender qué le cuenta, no ya la llanura, sino El Jagüel. Al autor de estas líneas le parece que todo lo que está pasando alude a una desmesura y a unas vísperas que no terminamos de saber leer.
Con esta salvedad, propone una advertencia. La bronca ciudadana es siempre justa y día a día, más violenta. Pero la violencia nada mejora, aunque acaso calme los nervios. Por ahora esa violencia se autocontrola y se fija un límite por demás sensato, casi incomprensible si cotejan las reacciones con los agravios que infiere el Estado, sus incautaciones, sus homicidas con uniforme.
En la vereda de enfrente, valga la expresión, los gobernantes dirimen sus internas. Compiten a muerte siendo que sus diferencias son ínfimas, fijan reglas de juego (internas abiertas, fechas de elecciones) pensadas sólo en función de sus escenarios individuales más inminentes. Y no cambian nada, obrando sin tener tan siquiera la astucia de El Gatopardo.
En El Jagüel la gente rompió las reglas, pero se autoimpuso un límite. ¿Hasta cuándo durará tamaña templanza si del otro lado no hay algún cambio? ¿Hasta cuándo jugarán con fuego los gobernantes chamuscándose apenas un poquito? ¿Quién puede asegurarles, si perseveran en su estulticia y su incompetencia, que el pueblo no se animará a hacer algo más que quemar la modesta comisaría de El Jagüel?