EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
A fines de los años ‘80 un empresario periodístico que había halagado la obra del terrorismo de Estado en la década anterior, hacía furibundas campañas contra “el derroche” de los fondos públicos porque la red ferroviaria nacional, que cubría casi todo el territorio, perdía un millón de dólares por día. ¿Qué tendrá que decir ahora que el concesionario privado del servicio de trenes subterráneos metropolitanos recibe un subsidio público de 6,5 millones de dólares por mes? El conjunto de empresas de transportes de pasajeros, todas gestionadas por empresas privadas, percibe en concepto de subsidio varias veces esa suma de la caja estatal, pese a que su cobertura territorial se contrajo de manera drástica y a que la calidad y cantidad de la oferta de servicios están cuestionadas, y con razón, por los usuarios cotidianos. Por eso, y también porque todavía son muchos los necesitados que esperan mejorar sus vidas sometidas a la miseria, no siempre la población comparte los argumentos del Gobierno que justifican esas donaciones al capital privado.
En rigor, hay un verdadero festival de subsidios de todo monto y carácter para casi todas las actividades económicas en el país, por lo que ese recurso que debería ser excepcional y por plazos limitados se convirtió en la nueva ubre pública de la que se alimenta el capitalismo prebendario junto con el productor que pasa por una emergencia o la pequeña y mediana empresa que necesita un impulso para su emprendimiento particular. La demanda de subsidios es tan vasta en el país que, exagerando un poco, hoy en día no hay emprendimiento, no importa su tamaño, que diseñe sus presupuestos sin contar con algún aporte estatal a través de los múltiples beneficios que puede otorgar el Estado, que compromete el apoyo muchas veces con sentido promocional u orientador pero, además, en ocasiones, como una herramienta de influencia política y hasta de clientelismo electoral. A esta altura, es difícil saber si en el propio Estado hay conciencia cierta y completa de cuánto dinero se reparte y en qué proporción sirve para crear nuevos empleos “blancos” o de qué modo influye en la redistribución de la riqueza. De acuerdo con afirmaciones recogidas en este diario, al solicitar la convocatoria de una paritaria social en el país el ex titular de la CTA Víctor De Gennaro afirmó que tiende a disminuir la participación del trabajo en el actual esquema de distribución, mientras que los voceros oficiales no dejan de mencionar que aumenta la fuerte tendencia hacia la equidad entre el capital y el trabajo.
Las voces del Gobierno enumeran las once veces que aumentaron las jubilaciones, las sucesivas mejoras del salario mínimo, las modificaciones en el impuesto a las ganancias, las retribuciones por familia, las “tarifas sociales” en los servicios públicos y en los transportes y una batería completa de medidas que, de manera gradual y según esas versiones, transfieren riqueza de un sector al otro, en sentido inverso al que se aplicó durante los años ’90 mediante el método de sacarle al pobre para darle al rico. Dirigentes tan distintos como Hugo Moyano de la CGT y Hugo Yasky de la CTA coinciden en pronosticar que los reclamos salariales serán un signo distintivo del futuro inmediato, ya que el movimiento obrero está pasando de la etapa defensiva, en la que tenía que proteger el empleo mientras perdía las conquistas sociales que había obtenido, en buena medida, a mediados del siglo XX, a una de ofensiva para recuperar la alícuota en el reparto de los beneficios que llegó a tener en la última presidencia de Perón con José Gelbard a cargo de Economía. Esta ofensiva es interpretada de maneras diferentes en el propio campo laboral. En tanto delegados de base como los de subterráneos consideran insatisfecho su pliego de reivindicaciones, pese a cobrar los mejores salarios del sector, la CTA reclama su personería en nombre de la democracia sindical que dejará en libertad de acción a las fuerzas del trabajo, y la dirigencia de la CGT pide un sitio en la mesa de decisiones del futuro gobierno, a partir de la conformación de las listas de candidatos. Los tres, sin embargo, serían incapaces de renegar en público de una afirmación del dramaturgo Bertolt Brecht que hace pocos días recordaban los “Libres del Sur” en su boletín cibernético: “El peor analfabeto, es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la carne, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. Es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nacen la prostituta, el niño abandonado y el peor de todos los bandidos: el político corrupto, mequetrefe y lacayo del gran capital”.
Pese a que los simplificadores intentan convertir una tendencia general en completa similitud entre los gobiernos del Cono Sur, en los temas laborales pueden advertirse con claridad las diferencias. En Chile, con gobierno socialista apoyado por la convergencia de partidos que gobierna hace veinte años, esta semana una movilización de una veintena de sindicatos que reclamaban contra la continuidad de políticas neoliberales fue represaliada por los gendarmes, por orden del gobierno, con tanta saña que tuvieron un saldo de cien detenidos y veinte heridos de diferente gravedad, entre ellos un senador de la República. El modelo chileno suele ser ponderado en los círculos bienpensantes como el más deseable, en comparación con Argentina, Bolivia, Brasil y Venezuela. La actitud gubernamental frente a las protestas obreras, así estén inspiradas en enfoques políticos hostiles, y al derecho de manifestarlas sin merecer castigo en tanto no empleen la violencia directa contra nadie, es una buena prueba para medir el grado de comprensión y de tolerancia frente al conflicto social. De no mediar estas actitudes, pese a las hogueras verbales, ¿qué sería de Venezuela o Bolivia si sus respectivos gobiernos aplicaran a rajatabla el “modelo chileno”? Templanza de ánimo en grandes dosis será indispensable mañana, domingo, cuando los asambleístas de Gualeguaychú crucen el río Uruguay para ver de cerca las instalaciones de la pastera Botnia, cercada por la seguridad uruguaya que creó una llamada “zona de exclusión”, igual que los británicos alrededor de las islas Malvinas.
Aquí, en el país, también hay una fuerte presión de la derecha, sentada sobre la disconformidad de buena parte de las clases medias urbanas, que reclaman contra las movilizaciones que interrumpen el tránsito, exigiendo distintos tipos de medidas punitivas. Ya que el futuro gobierno de la ciudad forma parte de ese coro de opiniones sería bueno que los legisladores, actuales y futuros, establezcan criterios para dictar reglas del orden democrático, que obliguen al Gobierno y a los manifestantes, de modo que todos conserven su libertad de expresión y el derecho a la protesta, incluso callejera, pero preservando el respeto y la tolerancia hacia los demás. Ninguno de los derechos puede anular al otro, pero tampoco nadie puede perderlos. Encontrar las formas reguladoras es la regla de oro del orden democrático. Los delegados de base de los subterráneos deberían dar su aporte a estos principios, porque al margen de sus razones no vendría mal que recuerden que atienden un servicio público cuyos usuarios son en su inmensa mayoría trabajadores que acuden a sus labores o tratan de regresar con sus familias. Si son molestados tal vez al comienzo rezonguen contra el gobierno o las empresas, pero no tardarán en fastidiarse con los promotores directos de los inconvenientes, las demoras y las cancelaciones. En ese punto, unos y otros habrán perdido el rumbo. No se trata de inventar ni de improvisar nada: hay numerosos países en el mundo que mantienen estos principios en pie. Son menos conocidos que los actos represivos, puesto que éstos son más atractivos para los programadores de informativos, ya que las malas noticias siempre llaman más la atención que las buenas.
Hay más de un criterio para cada caso en particular, pero al final desemboca en dos modelos diferentes, inspirados por ideas de izquierda o de derecha, aunque se insista tanto en que ambas categorías ya están pasadas de moda. Pues que la diferencia se la nombre como quiera, mientras se reconozca su existencia: un proyecto procura el bien común y al otro le parece natural un mundo de “winners” y “loosers”, aunque los ganadores y perdedores no sean el resultado de la competencia de méritos sino de la injusticia lisa y llana. Algunos de estos criterios estarán presentes mañana, domingo, en las elecciones de dos distritos principales del país, donde reside el 20 por ciento del padrón nacional, Santa Fe y Córdoba. En la primera, la victoria de Hermes Binner, ex alcalde socialista por dos períodos en Rosario, estaba descontada hasta esta semana cuando el encuestador Julio Aurelio, quien acertó en los últimos comicios porteños, anunció que en sus mediciones había empate técnico con el candidato oficial Rafael Bielsa, oriundo santafesino. En Córdoba, la sorpresa debería darla Luis Juez, actual intendente de la capital provincial, si le gana a Juan Schiaretti, un peronista cavallista y ahora kirchnerista, que va adelante en las encuestas con el apoyo del gobernador De la Sota y de la Casa Rosada. El tercero en disputa, el radical Mario Negri llegará a las urnas como quería López Murphy, con el apoyo coral de la oposición (Carrió, Lavagna y el jefe de Recrear), pero hasta ahora las mediciones previas no le conceden las mejores chances. No serán ni San Luis ni Tucumán, donde los respectivos gobernadores fueron reelectos con mayorías tan absolutas que recordaron los resultados electorales que solían anunciar en los países europeos del viejo “socialismo real”. Alberto Rodríguez Saá, con el 80 por ciento de los votos, fue proclamado de inmediato candidato presidencial por el peronismo residual, dividiendo las aguas con el neuquino Jorge Sobisch que se autoproclamó candidato, acompañado por la inspiración literaria de Jorge Asís. El puntano declaró que no piensa ganar pero éste es el primer paso para ser el jefe de la oposición al eventual gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. El tucumano Alperovich, de origen radical, que redujo al Bussi Junior a un minúsculo cuatro por ciento escaso, no vaciló en adherir al proyecto del presidente Kirchner y a la candidatura de la senadora Cristina. En realidad, por el momento, aunque la Casa Rosada tiene preferencias, lo más probable es que los resultados de mañana le sumen aliados, incluido el socialista Binner.
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