EL PAíS › OPINION
› Por Ernesto Semán *
“Diplomacia pública” es una frase que se empezó a utilizar en los ’60 para referirse a la política internacional que estuviera vinculada a la relación bilateral de los países. No es el mejor origen, ya que de hecho denominaba a todas las acciones de los Estados Unidos en general, y de la CIA en particular, que hoy llamaríamos más llanamente “propaganda”.
Pero la expresión resurgió en los últimos años en un tono muy distinto, para describir el trabajo de líderes y países destinado a explicar sus políticas ante audiencias diversas afuera de sus propias fronteras. Ese despliegue es, en los hechos, lo que rodea a la Asamblea General de la ONU, que culminó esta semana para la mayoría de los presidentes de América latina. Las negociaciones entre Argentina y Uruguay por las papeleras son quizás uno de los pocos elementos de política pública que se discuten en estos días: por lo demás, una rápida recorrida por sus agendas revela la importancia que le asignan a la diplomacia pública en la región, en relación inversamente proporcional con la atención que mereció la propia ONU.
El diario The New York Times dedicó más espacio a América latina en estos últimos diez días que en todo el mes anterior. Además de la nota a la candidata Cristina Kirchner, el Times les dedicó otros tres artículos a dos presidentes latinoamericanos durante esa semana: dos a Evo Morales, cabalgando entre la incomprensión y la condescendencia, y uno a Lula, donde el diario describe que Brasil está creciendo al 3,5 por ciento, redujo su deuda pública, su déficit fiscal, su tasa de desempleo y su tasa de pobreza, y luego se pregunta a lo largo de más de cien líneas por qué el presidente de Brasil tiene niveles tan altos de popularidad.
Por el Council of the Americas, que reúne a una multitud de lobbistas con influencia en los gobiernos y la opinión pública de la región, pasaron, además de Morales y Cristina Kirchner, el ecuatoriano Rafael Correa, la chilena Michelle Bachelet, el colombiano Alvaro Uribe, el salvadoreño Antonio Saca y el hondureño Manuel Zelaya. Y fue allí donde la presencia de Cristina Kirchner atrajo más interés que todas las restantes. El crecimiento exponencial de la audiencia que tuvo a lo largo de estos años –la de la semana pasada cuadruplicaba la del 2004– tiene varias explicaciones. La primera y más obvia es que el gobierno argentino capitaliza el trabajo acumulado en esos foros desde el 2003, y la segunda y no menos obvia es el interés mayor que despierta su presencia ahora que está a las puertas de convertirse en presidenta. A eso se agregan motivos más domésticos, como la mayor disposición de empresarios argentinos a merodear cerca del kirchnerismo, algo importante teniendo en cuenta que buena parte de las nuevas caras en el Waldorf Astoria habían viajado desde Buenos Aires.
Las universidades repitieron, casi calcado, el cronograma del Council. Quizás el nicaragüense Daniel Ortega fue, de todos, el único cuya intrascendencia casi total nadie hubiera imaginado décadas atrás. Fue una presencia cuyo físico macilento, aplanado sobre el atril de la Asamblea General, expresaba el agotamiento y el fin de la voluntad al que su propio dueño lo sometió. Lejos del líder temible o admirado de los ’80, alrededor del cual giraba, sin exagerar, el futuro de América latina, Ortega disertó sobre las virtudes de Irán, denunció extemporáneamente a los Estados Unidos, y en general desplegó tanto carisma y entusiasmo como en una versión porteña podría hacerlo hoy Aníbal Ibarra (N. del A.: Ibarra, Aníbal, fue un jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires que gobernó entre el 2000 y el 2006. Tras el incendio de Cromañón, donde murieron 194 personas, un juicio político –con más hastío que fundamento– lo liberó de las funciones que tan poco parecían atraerle.).
Pero la región tuvo dos protagonistas excluyentes, uno presente y el otro no. El presente fue el boliviano. Para cuando dejó Nueva York, el miércoles a la tarde, había recorrido desde el Council hasta la BBC de Londres, desde las canchitas de fútbol del Lower East Side de Manhattan hasta la fila infinita de líderes políticos y empleados que hicieron fila para saludarlo tras su discurso en la Asamblea General, hasta su aparición junto al periodista Jon Stewart en The Daily Show, uno de los programas de cable más populares de la televisión norteamericana. Morales esquivó los estereotipos y la excentricidad sin renunciar a su identidad; habló de un estado multicultural y multinacional para explicar por qué “también un indio puede ser presidente” (y Stewart: “en Bolivia dirá usted, acá está todo un poco arreglado”); le pidió al periodista: “Por favor, no me considere parte del Eje del Mal”, y explicó en tono muy pausado, entre indígena y pedagógico, la nacionalización de los hidrocarburos bolivianos, algo no tan fácil de relatar para tres millones de norteamericanos sentados en sus casas.
Para cualquiera, pero más para alguien que es considerado aliado de Chávez y que el jueves recorría La Paz junto al iraní Ahmadinejad, los ocho minutos y 16 segundos que Morales compartió en pantalla con Stewart son uno de los eventos diplomáticos de mayor trascendencia de esta cumbre.
El otro gran protagonista fue Chávez, quien no llegó a Nueva York (hizo saber que se lo impedían las negociaciones con las FARC colombianas por la liberación de rehenes, algo que de todos modos no obstruyó el viaje del propio presidente colombiano). La absoluta totalidad de los presidentes latinoamericanos tuvo que responder sobre su vínculo con Chávez, tanto en privado como en público, tanto frente a empresarios como con funcionarios del Departamento de Estado, un dato que señala el código de lectura que buena parte de los Estados Unidos utiliza para analizar la región.
* Escritor y periodista. Su próxima novela, Todo lo sólido, aparece en diciembre.
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