EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Aunque faltan tres semanas apenas para las elecciones de la sucesión presidencial, de la gobernación de Buenos Aires, entre otras, de legisladores en los tres niveles (nacional, provincial y municipal), y de intendentes, el espíritu cívico de la mayoría de los 27 millones de empadronados sigue indiferente a los ruidos de las campañas partidarias. ¿Esa sensación será, acaso, el anticipo del abstencionismo? En los comicios de años anteriores la primera minoría fue la de ausentes, pero esa conducta no influye en el cálculo de porcentajes porque el escrutinio tiene en cuenta sólo los llamados “votos positivos”. En verdad, el ausentismo es una tendencia mundial y pese a que en la Argentina el presentismo es obligatorio son insignificantes las sanciones por el incumplimiento. Ese tipo de actitud es la justificación de muchas de las actuales teorías de la antipolítica que, en algunos casos extremos, puede derivar en una repulsa abierta contra el sistema de representación democrática. Hay que reconocer, también, que en los comicios provinciales realizados en los últimos meses, la abstención no fue un dato que llamara la atención de nadie. Tampoco las encuestas de intención, más allá del debate sobre la certeza de las predicciones, nunca anticipan cuántos empadronados cumplirán con la cita electoral. La asistencia, sin duda, es una responsabilidad de la ciudadanía y, además, la peor opinión es el silencio o la indiferencia. Sin embargo, la falta de atractivos de la campaña es una deficiencia directa de los candidatos.
Dado que los políticos han elegido a los medios de difusión masiva, la televisión en primer lugar, como tribuna favorita para comunicarse con la población, el discurso queda sometido a las reglas mediáticas que, por lo general, prefieren resaltar aquellos aspectos que provocan la controversia, si no el escándalo abierto, de manera semejante a la que usan para producir espectáculos de entretenimiento. Reducida a la categoría de “reality show”, la competencia política exhibe una sucesión de conflictos casi personales, como si fuera otra “casa del gran hermano” donde también aseguran los promotores que el “voto popular” es el que decide quién se queda y quién se va. De tal manera que los mensajes que reciben los votantes rara vez se refieren a las propuestas y visiones ideológicas de los partidos que se ofrecen para gobernar, sino a las disputas o críticas fáciles entre la oposición y el Gobierno, en el supuesto de que así marcan las diferencias sin aburrir a las audiencias. En más de una ocasión, la superficialidad de la confrontación, además de agobiar o abochornar a los votantes, sirve de todos modos para que los grupos reales de poder luego utilicen esas estériles confrontaciones y su propia capacidad mediática para presionar las políticas públicas en beneficio de sus propios intereses.
Otra característica del entretenimiento es la constante modificación de las formas, aunque la sustancia sea siempre la misma. En los últimos meses hubo sucesivas cataratas de disputas sobre diversos temas, la provisión energética y el nivel de inversiones fueron dos de varias, pero casi todas terminaban igual: habría que aumentar las tarifas de los servicios públicos para que los actuales concesionarios cumplan con sus compromisos de inversiones y nuevos capitales, nacionales o extranjeros, sean atraídos a los negocios en el país. Casi ningún candidato de la oposición bien considerado en las encuestas, en primer lugar los que critican el aumento del gasto público, habla de cancelar el extenso catálogo de subsidios estatales que reciben empresarios privados –entre ésos, los concesionarios que reclaman aumentos de rentabilidad– porque se supone que antes de las elecciones hay que atacar al gobierno que se quiere reemplazar y no al capitalismo prebendario que se guarda las ganancias, consideradas de propiedad privada, pero estatiza cualquier riesgo, real o imaginario, mientras sus voceros mediáticos, pagados o vocacionales, desparraman triviales especulaciones extorsivas sobre las catástrofes que sobrevendrán si los poderes públicos no escuchan a los hombres de negocios. La señora de Kirchner, candidata oficial, sinceró más que nadie esa relación entre los poderes económicos y políticos dedicando buena parte de su tiempo de campaña a convencer a empresarios y financistas en el país y en el exterior sobre las bondades de la continuidad. El voto popular, suponen, ya está ganado.
En las últimas semanas arreció el nuevo tema del “gran hermano”: la inflación, a propósito de aumentos desaforados, algunos de origen estacional o climático, en frutas y verduras de consumo masivo. La derecha política y económica, a coro con casi todos los candidatos de la oposición, no importa su ubicación en el arco ideológico, está dedicada a predecir las pestes que se descargarán sobre el país por culpa de las necedades oficiales. Es tan obvia la intención electoral de las críticas, advertencias y augurios que, en lugar de alertar a la población y proponer respuestas adecuadas, con sus exageraciones contribuyen a desacreditar la existencia del problema, que es real dentro de ciertos límites, como bien lo sabe cualquiera que realice las compras para el consumo hogareño. Las máximas figuras del Gobierno, en sus réplicas a las hostilidades opositoras, también sobreactúan, indicando culpas donde no las hay pero sin atacar las raíces del problema, que conocen de primera mano. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, acusó ayer a la oposición de “generar expectativas inflacionarias”.
El Presidente, en vivo y directo, señaló a las mediciones privadas de costo de vida como “responsables de la hiperinflación en la Argentina”, mientras aseguraba que los datos proporcionados por el Indec “son perfectos”. Resulta difícil creer que los precios de las mercaderías sean el resultado de estadísticas, interesadas o perfectas, dado que esa relación suele ser inversa: las mediciones no anticipan sino que registran lo que ya fue. Es muy posible que el descrédito del Indec haya sido promovido por intereses particulares, pero es innegable que también aportaron a la causa los funcionarios que intervinieron en el proceso técnico de recolección de datos, de manera que las estadísticas tomen en cuenta los precios que figuran en los acuerdos firmados entre el Gobierno y sectores de la producción, en lugar de controlar los valores reales en las góndolas comerciales. El malestar de capas medias, expresado en las votaciones de Capital, Santa Fe y Córdoba, por citar los distritos de mayor peso, no cuestiona ni las tasas de crecimiento económico ni el compromiso gubernamental con los derechos humanos, sino los abusos de comerciantes sin escrúpulos que se aprovechan de las mejoras en el estándar de vida de franjas importantes de la población. Por eso es que suena poco creíble la defensa cerrada de las estadísticas oficiales, en lugar de ofrecer a la opinión pública un informe completo del proceso de elaboración y de responsabilidades. La incredulidad se refiere a los argumentos, no a la realidad: en el país hay núcleos económicos dedicados a la especulación y otros que quieren regresar al dominio exclusivo del mercado, como en los años ‘90. Tal vez el Gobierno, estando tan cerca de las elecciones, no quiera sacudir la cola del tigre y por eso Kirchner no menciona con nombre y apellido, como hacía en años anteriores, a los empresarios que atacan el bienestar general. O, quizá, el cambio que promete la senadora Cristina consista en abandonar aquel modelo de confrontación con los especuladores. En sus discursos, la candidata insiste en la necesidad que tiene el futuro inmediato del desarrollo nacional de un pacto tripartito, a la manera de la OIT, de empresarios, sindicalistas y la administración del Estado, no sólo para fijar precios y salarios sino para definir la arquitectura del país en construcción.
En la teoría, la propuesta de un pacto social de semejantes características es una movida más que interesante, siempre que pueda compatibilizar funciones con las que la Constitución adjudica al Poder Legislativo. Dada la crisis y la fragmentación de los partidos, fuente de debilidad de las representaciones para interpretar las vocaciones populares, el pacto podría democratizar la gestión pública ampliando los márgenes de consenso, no sólo a través de la relación directa entre la cúpula institucional y la base social como hizo Kirchner durante su mandato. Dicho esto, habría que considerar a los protagonistas concretos de la hipótesis, para que no sea un mero ejercicio académico en abstracto. Las actuales centrales de empresarios y trabajadores están más cerca del defecto que de la virtud. Si no fuera así, la regresión conservadora de los años ’90 hubiera sido imposible. Resulta un esfuerzo de imaginación compatibilizar la imagen de los que callaron o aplaudieron la idolatría de mercado y la obediencia debida al Fondo Monetario Internacional (FMI) con la posibilidad de que sean los encargados de diseñar un modelo de crecimiento con justicia social, sin pobreza ni exclusión masivas, con redistribución del ingreso y salud, educación, vivienda y trabajo al alcance de la mayoría absoluta.
Por lo pronto, habría que preguntarse sobre las vías de acceso a los eventuales beneficios de un pacto como el que se propone para el cuarenta por ciento de trabajadores en la “economía informal”, eufemismo que nombra a la explotación de la mano de obra combinada con la evasión fiscal y previsional, fuera de la ley en tantos sentidos. ¿Qué clase de empresarios y gremialistas permitieron que esa enorme porción de la economía continúe en la emergencia, como si el crecimiento de los últimos cinco años no hubiera existido? Ni qué decir de las diez millones de personas que viven bajo la línea de pobreza, cuyo amargo rostro aparece en las pantallas de la televisión cada vez que las tormentas o el granizo se llevan puestos los precarios hogares en barriadas descuidadas por los poderes públicos desde hace demasiado tiempo, dado que la democracia va a cumplir el próximo año un cuarto de siglo ininterrumpido. Por cierto, ese paisaje no es exclusivo de la Argentina: Naciones Unidas presentó la campaña “Levántate y alza la voz”, con actividades programadas para la tercera semana de octubre (martes 16 y miércoles 17), sumándose a las movilizaciones mundiales por el Día Internacional de Erradicación de la Pobreza. Más de mil millones de personas en el mundo viven con menos de tres pesos diarios y un número igual carece de agua potable, diez millones de niños mueren cada año por desnutrición y por enfermedades prevenibles y ochocientos millones pasan hambre cada día de sus vidas. El 28 de octubre, día de votación, los ciudadanos argentinos tendrán la oportunidad de opinar y decidir cómo quieren realizar su futuro y a quiénes les confiarán esa tarea, para que la Argentina contribuya a la campaña mundial descontando pobres, desempleados, excluidos y desamparados de las estadísticas que deberían abochornar las conciencias de la gente decente. “Levántate y alza la voz”, aconsejan las Naciones Unidas. No es un mal consejo.
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