EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La noticia no fue que bajó el precio del tomate, sino por qué bajó. Fue merced a una acción concertada de consumidores y pequeños comerciantes. El boicot, una herramienta desusada en estas comarcas, pudo más que la desmañada política de precios oficial.
La inteligente irrupción ciudadana ofrece otra prueba de cargo sobre la caducidad de la acción de Guillermo Moreno. Entra en el ocaso un funcionario estrella del Gobierno, que jamás obró por la suya sino en cumplimiento de mandatos superiores. Las campanas no suenan sólo por Moreno sino por una política demasiado rudimentaria, realizada por un Estado impotente para añadir tareas nuevas.
El desolado tránsito de los relativos aciertos de 2006 en la lucha contra la inflación a las salvajadas de 2007 no es una mera anécdota sino una muestra gratis de las exiguas capacidades de los staffs económicos del oficialismo.
La intervención estatal para morigerar las tropelías del mercado es una necesidad, lo que no autoriza a implementarla de cualquier modo. Al revés, cuanto más desafiante y polémica es un área de gestión, más relevantes son las calidades democráticas y técnicas exigibles a los funcionarios.
Una espiral de impotencia pésimamente gerenciada deja una de las peores herencias institucionales del Gobierno, que es el arrasamiento del Indec. Costará mucho restaurar la credibilidad de los índices oficiales y será un calvario construir un instituto creíble en medio de los vientos de fronda políticos y sindicales que se incitan rápido pero que no se apaciguan en un santiamén.
Una faceta poco explorada de la acción de Moreno es su convicción de que la política pública es cosa de pocos, a condición de que sean guapos. En estos días se desplegó una movilización pacífica, eficaz, también aleccionadora. Los ciudadanos tienen algo que decir y que hacer en la brega. El Presidente se expresó, satisfecho del éxito de la movida. Si prolongara un poco su discurso e hiciera una autocrítica acerca de lo poco que ha convocado su gobierno a la participación ciudadana, redondearía el círculo.
La notoria mayoría de los partidos opositores, por lo menos todos aquellos que aspiran a lograr más puntos porcentuales del padrón el 28 de octubre, tiene cero vinculación con organizaciones de consumidores. Todo un dato.
La polémica sobre la inflación, como tantas otras, suele ser muy maniquea. El ágora bascula entre la rústica acción gubernamental vs. libertad absoluta, un dilema como para suicidarse. La perspectiva y la acción de los ciudadanos amplían el horizonte.
El déficit de participación, la abolición de facto de instrumentos constitucionales vigentes (consultas, referendums) es una constante en la historia argentina reciente.
El pueblo, de ordinario, se expresa a través del voto o de la revuelta callejera. Esta semana innovó, en buena hora.
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El voto es un medio de participación insuperado. Lo ejercitan todos los ciudadanos, opinando, implicándose, incidiendo. Es fácilmente mensurable y obra efectos inmediatos que influyen en la selección de autoridades pero van aún más allá. En la Argentina las elecciones nacionales han sido claras en sus pronunciamientos, los zigzagueos de las mayorías le marcaron (o cerraron) el paso a los gobernantes de turno. A dos semanas de un comicio crucial, es forzoso comentar que las fuerzas políticas han hecho mucho por deslucirlo. La proliferación de boletas convertirá en un mamarracho a cada mesa electoral y en un egiptólogo compelido a descifrar jeroglíficos a cada votante.
La superproducción de listas no es un problema estético sino un atentado contra la legibilidad. Un requisito de manual de la oferta política es ser comprensible y accesible a todos los ciudadanos y no sólo a la minoritaria casta de los iniciados.
Cada cabeza de lista es apoyada por afluentes de variadas procedencias. Nadie se ha privado de esas alquimias, hueras de coherencia ideológica. La finalidad patente es sumar para el candidato principal, a como diera lugar, un maquiavelismo de vuelo bajo. El Frente para la Victoria (FPV) se alza con los records en la materia, que prodigará trabajo a los fotógrafos (esas mesas extralarge en Lomas de Zamora) y empiojará el escrutinio. Pero la culpa es concurrente, nadie dio ejemplo en otro sentido, todos llevaron agua para su molino, en detrimento de la participación democrática. Habría que incentivarla, se la degrada.
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La crisis de los partidos políticos no es un fenómeno estático, impermeable a la conducta cotidiana de los protagonistas. Es un escenario que se modifica y, en general, se agrava por dirigentes transformados en comentaristas de lo que deberían transformar.
El desaguisado involucra también a quienes comandan las cáscaras vacías que llevan el nombre de los viejos partidos. Los radicales invocan su prosapia y se halagan por realizar internas sin percatarse de que en 2003 su primaria nacional fue bochornosa. Incluyó denuncias de fraude, la participación resultó irrisoria, el escrutinio fue muy moroso, el candidato ungido (Leopoldo Moreau) hizo un sapo estruendoso en las elecciones. La compulsa de este año en Capital fue muy poco convocante, sí que prolija.
Una estirpe de dirigentes partidarios hermana al radicalismo, al socialismo, a sectores del justicialismo Son ortodoxos de sus dogmas, sectarios, se aferran al aparato formal, les va muy mal fuera de los comités o locales propios. Se llevan como mil demonios con compañeros o correligionarios de mayor legitimidad masiva, les cierran las puertas, los hostigan o los expulsan por sus derivas políticas. No se privan de la moda de las coaliciones (no lo hace, por ejemplo, ni Gerardo Morales ni Rubén Giustiniani) pero consideran anatema las que concertan sus ex aliados.
Las propuestas orgánicas son, por lo general, huecas, cenaculares. El enaltecimiento de esos partidos nada provee para el futuro, más bien se trata de una defensa de ghettos en permanente consunción.
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Las campañas son una oportunidad para que los candidatos le tomen el pulso a la población, recorran el territorio, dialoguen, escuchen. Los protagonistas pueden nutrirse en el intercambio con la sociedad civil, abriendo la oreja a la multiplicidad de intereses. Las movilizaciones o marchas masivas tienen su voz, pero hay otros modos de comprender: departir con organizaciones de productores, vecinales, sindicatos. Los periplos de los candidatos más visibles desechan ese mecanismo. Parecen obsesionados apenas por hablar o hacerse ver o producir una imagen con punch.
La no campaña, a esta altura, es imbatible. La sensación dominante es que eso favorece a la favorita, los guarismos lo dirán. En todo caso, nadie quebró esa inercia que despilfarra un trance único en el sistema democrático.
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Mucha imagen de campaña se produjo en la era del tomate exorbitante. Candidatos ligeramente patéticos yendo de compras en pos de indignarse. La indignación y el dedo índice suplen malamente a la propuesta alternativa. En ese denuncismo casi nadie convocó a la población a pronunciarse, a jugar el partido, a cambiar el eje del debate. “La gente”, esa entelequia que suele confundirse con la opinión pública expresada, no fue requerida. Su incursión fue una sorpresa gratificante, al tiempo que un toque de atención.
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Es un clásico desde fines del siglo pasado: el pueblo se domestica hecho “público”, los ciudadanos se tornan unidimensionales consumidores. Traspapelada por los candidatos la chance de activar al soberano, los consumidores pusieron un granito de arena para reconstruir su erosionada ciudadanía. Es un precedente pequeño de incidencia aún indeterminada, no es para minimizar.
De lejos estuvo entre lo rescatable de la semana, muy a la zaga de la condena al represor Christian von Wernich.
En el limbo aséptico de la no campaña, el mayor suceso fue la proliferación de spots publicitarios. Para que “la gente”, como Dios manda, mirara por tevé.
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