Lun 15.10.2007

EL PAíS  › OPINION

Sin cura

› Por Eduardo Aliverti

Hay los hechos y los protagonistas representativos, y hay los hechos y los protagonistas significativos. Es una diferencia semántica enorme, o eventualmente enorme.

Cuando las Madres de Plaza de Mayo daban vueltas solas, alrededor de la Pirámide, en plena dictadura, eran un episodio significativo impresionante. Solas contra todos. ¿Contra todos los milicos? No, contra toda la sociedad. Las Viejas Locas. Significaban una máxima expresión de reclamo y valentía. ¿A quién representaban? Virtualmente a nadie, por fuera de sus hijos. Retornada la democracia, pasaron a ser, más o menos, Las Madres de Todos. Ya no eran sólo significativas, sino representativas de la conciencia –cínicamente culposa– de la mayoría de la comunidad.

En realidad, ése fue el decurso de todos los organismos de derechos humanos y de los luchadores sociales. Ellos supieron atravesar con su significación el desierto tenebroso de la dictadura, y el adormecimiento colectivo renovado durante la rata, para que su voluntad inclaudicable terminara venciendo. Y en forma pacífica. No hubo aquí, ni siquiera, un solo hecho de revancha individual violenta. Apenas si puede encontrarse la conmovedora trompada que Alfredo Chávez le pegó a Astiz en una garita de colectivo, en Bariloche, el 1º de septiembre de 1995. Apenas eso: una piña frente a 30 mil desaparecidos, frente a los campos de concentración, frente a las salas de tortura, frente a la apropiación de bebés. Sólo una piña en todos estos años. Nulidad del Punto Final y la Obediencia Debida, Juicios de la Verdad, crímenes imprescriptibles, indultos en lista de espera para ser liquidados. Todo eso lo consiguieron los que en algún momento fueron gente significativa pero no representativa. Gente socialmente sola, pero imprescindible para que toda la Argentina termine siendo vista, ahora, como un ejemplo mundial de lucha contra la impunidad de un genocidio. Gente portentosa, como la hay en cualquier terreno para que después los laureles queden compartidos (relativamente, puede ser) con conjuntos que, cuando hubo que poner lo que había que poner, aportaron entre nada y muy poco. También puede ser que no importe mucho, en tanto el resultado final es “los argentinos” como ejemplaridad universal de condena efectiva contra una masacre cívico-militar. Pero no se pierda de vista que no fue gracias a la mayoría de los argentinos. Porque en ese caso se pierde una de las cosas más jodidas de perder: pensamiento crítico.

Que todo lo anterior venga a cuento de un hecho que esta semana recorrió el mundo, en esa línea de modelo admirado: la sentencia de reclusión perpetua contra un cura responsable de homicidios, torturas y secuestros. El único antecedente es la condena a un sacerdote participante del genocidio ruandés, en 1994, pero por parte de un tribunal internacional. Significa que nuevamente, como en el caso del Juicio a las Juntas, Argentina marca el paso mundial en carácter de máxima meta alcanzada por administraciones civiles en el juzgamiento de crímenes dictatoriales. Ni Nuremberg puede comparársele. Y se irá o deberá irse por más, porque todavía falta que tanto el Ejecutivo como la Corte Suprema asuman la responsabilidad de liberar designaciones de jueces, y acortamiento de tiempos procesales, cuyas carencias vienen frenando trámites expeditivos contra otros muchos ejecutantes del horror. Sin embargo, no hace falta todo lo que falta para tener claro que la epopeya ética y militante de las organizaciones de derechos humanos ya está, hace rato, entre lo mejor de lo mejor que pueda encontrarse en la historia de este país. Y habría que ver si acaso hay algo que la supera.

Ante semejante estatura moral y activa que acaba de redundar en la condena contra un psicópata que integra sus filas, la cúpula del Episcopado argentino ha contestado, otra vez, con el silencio. Ni la probanza judicial de 7 homicidios, 31 casos de tortura y 41 secuestros, aun cuando sólo en la persona de Christian von Wernich y no de la culpabilidad institucional de la Iglesia Católica, logró sacar a sus jerarcas de su tétrica afonía. Esa actitud tuvo, si se quiere, más repercusión que la propia sentencia. Lo cual revela el grado de expectativa creado en torno de la reacción de la curia. Si ni esto basta para que la Iglesia sancione a su asesino; si puede seguir ejerciendo su ministerio sacerdotal y si su superior, el obispo de 9 de Julio, con la atrozmente obvia aprobación de la jefatura, asume la infamia indescriptible de pedir perdón a la par de anunciar que tomarán una decisión cuando sea “oportuno”, ¿entonces qué? ¿Entonces cuándo? ¿De qué momento oportuno hablan estos canallas disfrazados con sotana, después de más de 30 años?

Acá vamos: en la furia de esas preguntas se encierra el núcleo de la cuestión, que exige hallar una respuesta política y no un simple desenlace “espiritual”, condenatorio, como quien juzga a un criminal individualmente considerado. Es aquí donde falla esa expectativa social o sectorial de una reacción diferente por parte de la cúpula eclesiástica. Se dice que la Iglesia perdió una oportunidad poco menos que inmejorable para expiar sus culpas, con costo político cero. Es un error interpretativo serio, porque si los príncipes de la Iglesia reconocieran su complicidad activa en los crímenes de la dictadura irían a contramano de su sentido existencial, que consiste en formar parte inseparable del sistema de dominación y exclusión social. La Iglesia no fue cómplice coyuntural del genocidio. Fue una ejecutora estructuralmente clave porque no asistió al poder, sino que lo constituye en tanto elemento de control de las clases dominantes. No caer en esa cuenta es como suponer que el salvajismo de los milicos de la dictadura fue nada más que una circunstancia bestial, en lugar de entender que la bestialidad era inherente a la necesidad de implementar un modelo económico, “satisfactor” del dominio de clase del que las Fuerzas Armadas son porción categórica. Establishment de los grupos concentrados de la economía, Iglesia, militares, grandes medios de comunicación. Eso es el Poder, no una circunstancia.

¿Qué se pretende, entonces, de la jerarquía católica? ¿Que ejerza una autocrítica respecto de su propia razón de ser? ¿Que (se) provoque un sincericidio porque condenaron a Von Wernich?

Más que una tontería, una esperanza de esa naturaleza es un yerro político muy grande.

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