EL PAíS › UNA INICIATIVA QUE NUNCA SE TRATO
Un proyecto para la implementación del juicio por jurados que la senadora Cristina Fernández de Kirchner presentó a fin de 2006 está a punto de perder estado parlamentario. Argumentos a favor y en contra de este mecanismo que fue establecido en la Constitución de 1853 y ratificado en 1994 pero nunca se aplicó.
› Por Mario Wainfeld
El juicio por jurados tiene poca suerte en la historia argentina. Fue establecido por la Constitución nacional en 1853 y ratificado en la reforma de 1994. Jamás se implantó. Es una dilación institucional record que –todo lo indica– seguirá perdurando. Un proyecto de la senadora Cristina Fernández de Kirchner, presentado a fin de 2006, buscaba reparar esa desidia. Pero, honrando una tradición desdichada, está a punto de perder estado parlamentario. Un método discutido, participativo, de hacer justicia que tiene larga presencia y salud en otros países, seguirá siendo un mandato legal incumplido.
“El Congreso promoverá la reforma de la actual legislación en todos sus ramos y el establecimiento del juicio por jurados”, reza el artículo 24 de la Constitución, escueto y preciso. El inciso 12 del artículo 75 recalca que corresponde al Congreso dictar las leyes que “requiera el establecimiento del juicio por jurados”. El artículo 118 determina que “todos los juicios criminales ordinarios (...) se terminarán por jurados”. No faltan precisiones (ni reiteraciones) en la Carta Magna, que en este punto reitera su tendencial apego a la de Estados Unidos. El texto, con ligeras mudanzas, viene de 1853. La Constitución de 1949, dictada en primer mandato de Juan Domingo Perón, suprimió la institución, pero tuvo vigencia sólo hasta 1955.
Empero, jamás hubo juicio por jurados en la esfera nacional. A través del tiempo se sucedieron presentaron innumerables proyectos de ley, ninguno se plasmó. En 1998 el tema tuvo su cuarto de hora, se consensuó un proyecto entre varias bancadas, mas no llegó a ser ley.
En octubre de 2006 Cristina Kirchner entró su proyecto en la mesa de entradas del Senado, en sincronía con su propuesta de reducción del número de miembros de la Corte, que fue aprobada a toda velocidad y con amplio consenso.
La senadora reconoce en su exposición de motivos recoger y reescribir otros previos, de esta misma etapa. El más relevante lo redactó Jorge Yoma, actual embajador en México, cuando revistaba en la Cámara alta. Como otros tantos, derivó al archivo.
La innovación arrancó con buen ímpetu. Consiguió despacho favorable de las dos comisiones implicadas (Asuntos Constitucionales, Justicia y Asuntos Procesales) el 6 de diciembre de 2006. Desde entonces la cámara, de amplia mayoría oficialista, no insta el trámite. De acuerdo a las reglas un proyecto pierde estado parlamentario si no registra avances en dos años legislativos, contando el de su presentación. El que nos entretiene, entonces, pasará a archivo el 31 de diciembre de 2007, salvo que se incluya en las sesiones extraordinarias. Voceros confiables de la bancada oficial explican que esa hipótesis no está en carpeta, aunque la lista todavía no se confeccionó. Noventa y nueve a uno, simplifican, que el proyecto no será llevado al recinto.
Los argumentos contra el juicio por jurados son variados, su factor común es la desconfianza en los legos para impartir justicia y, sobre todo, condenar. La manipulación de los jurados a mano de abogados cirqueros es un tópico en el discurso mayoritario de abogados y jueces argentinos. Su formación profesional deriva a una enorme prevención contra la sensiblería y la propensión al linchamiento de ciudadanos de a pie, desprovistos de formación jurídica, acaso más acuciados por la necesidad de volver a sus trabajos (ser jurados es una carga pública, así lo expresa el proyecto de la candidata oficial a presidenta) que por hacer valer todas las garantías del derecho penal.
El fantasma del linchamiento o la liberación de un criminal empático con el jurado (dos casos emblema son el del deportista O. J. Simpson y el de los policías que mataron al afroamericano Rodney King) es el mayor fantasma de los detractores. Se añade el ensañamiento con ladrones de gallinas. Son alertas dignas de tomar en cuenta. La mayoría de las propuestas legislativas argentinas, incluida la de Fernández de Kirchner, sólo otorgan al jurado la potestad de decretar inocencia o culpabilidad. La pena la defiere el juez. El sistema no se previó para delitos menores sino graves, sólo aquellos que tengan previsto como máximo legal una condena de ocho años de prisión o reclusión o más.
Accesoriamente se alega que el régimen es de difícil y costosa implementación.
Los puntos a favor esenciales son dos. El primero, imbatible a los ojos del cronista, es que la Constitución obliga.
El segundo es que es un instrumento de participación popular en uno de los poderes del Estado. A la sazón el menos democrático, porque sus integrantes no son electos ni desplazados por el voto. Los magistrados, en principio y salvo mala conducta, son vitalicios. Aristocrático por dictado constitucional y elitista por el sesgo cultural de sus componentes, el Poder Judicial defiende sus incumbencias, su jerga (inaccesible para personas normales). Se supone que esa rigidez amuralla la independencia. Los desempeños reales de la Justicia en los últimos años desautorizan el optimismo respecto de las calidades de los magistrados. Muchos de sus fallos sugieren que son también vulnerables a la grita de la tribuna, expresada en los medios.
La división de aguas respecto del juicio por jurados no se superpone con tradicionales alineamientos políticos o académicos. No enfrenta, por caso, a garantistas versus mano dura. Tampoco encolumna linealmente a fuerzas políticas. Esa transversalidad doctrinaria y partidaria seguramente conspira contra un cambio de legislación: abre demasiados frentes para el que lo insta.
En el caso específico del proyecto de Cristina, pudieron obrar como freno dos factores, oriundos de las provincias aliadas del Gobierno. En muchas de ellas, con poder altamente concentrado y castas judiciales porosas con los gobiernos, el juicio por jurados podría poner en un brete a gobernadores que suelen ser primos o capangas de los jueces.
El segundo escollo, un clásico, es la renuencia de las provincias a acompañar mociones de reforma impulsadas desde la nación que deben ser erogadas con recursos propios. La ley es nacional, la administración de justicia provincial, el conflicto es de libro. Los años electorales son mal momento para avivar esos fuegos.
Algunos films de Hollywood subrayan las argucias de abogados aviesos a la hora de elegir o descartar jurados. El abogado del diablo fue contratado por esa destreza. El Jurado, adaptación de un thriller de John Grisham, propone una visión paranoica de la selección. Gene Hackman, uno de sus protagonistas en el rol de un pérfido defensor de empresas armamentistas, pronuncia una frase ejemplar: “un juicio es algo demasiado importante para dejárselo a los jurados”. Usted dirá si es una defensa de las incumbencias o un sarcasmo sobre la democracia.
La digresión es pertinente, porque cine es el medio que ha informado (a su manera, claro) a los argentinos de esa institución, nuclear en la democracia norteamericana. Cientos de películas se han rodado. Sus héroes predilectos son los abogados defensores de inocentes o los que litigan contra grandes empresas. Una reseña caprichosa podría recordar a Spencer Tracy (Herederás el viento), James Stewart (Anatomía de un asesinato), Paul Newman (Será Justicia), Julia Roberts (Erin Brockovich), John Travolta (A civil action), Kevin Costner (JFK). En la tele, Los Defensores, Perry Mason y Petrocelli, para empezar.
Es sugestivo que en los últimos años, durante la era de George W. Bush, las series de tevé endiosen a fiscales (hasta ahí, eternos “malos de la película”), inclusive algunos muy prepotentes.
Los jurados, en sí mismos, han merecido menos despliegue pero se quedan acaso con la obra máxima del género. Se trata de Doce hombres en pugna, un himno al héroe democrático, anónimo y garantista. La acción transcurre en la sala de deliberaciones del jurado que debe resolver sobre un homicidio, cometido por un joven marginal. Once de los doce jurados están seguros de que es culpable, uno duda. Es Henry Fonda encarnando a un tipo sensato y racional cuyo nombre sólo se conoce un instante antes de llegar el The end. Debe haber unanimidad, régimen muy exigente que el proyecto de Cristina flexibiliza exigiendo nueve votos para condenar y siete para absolver. Corre el año 1957, los jurados son todos masculinos, blancos, algunos sensatos y otros francamente fachos. Fonda, empecinado en su “duda razonable”, va convenciendo a sus pares, alguno de los cuales está más urgido en irse al béisbol que en devaneos legalistas. Persuade de a uno, a puro razonamiento y labia. El guión es un canto a la deliberación democrática, a la tenacidad del hombre de a pie, que no se priva de advertir acerca del ligero límite que separa al acierto del despotismo. Optimismo o ingenuidad, el alfa y el omega del sistema democrático.
¿Habrá una oportunidad para que los argentinos prueben si pueden alcanzar su templanza? Quizá, si se entrenaran en tal menester, La función hace al órgano y nadie sabe cumplir tareas que no ha practicado. En Córdoba ya se está haciendo. En la Ciudad Autónoma los legisladores, in extremis, vetaron una propuesta similar.
La intervención popular es, en nuestra realidad, jacobina y tumultuosa. Ciudadanos movilizados han derribado gobiernos, puesto en jaque a otros, catalizado un juicio político con escasos parangones mundiales, redirigido las relaciones exteriores.
En contraste, está en pañales la participación regulada que impone responsabilidades por el resultado. La paulatina instalación del juicio por jurados sería un paso en ese sentido, el de poner a “la gente” haciéndose cargo de las funciones públicas, sustrayéndola por un rato de la vereda de enfrente. Y un modo eficaz de honrar la Constitución, ya que estamos.
Pero, de momento, Henry Fonda tendrá que esperar.
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