Dom 02.12.2007

EL PAíS  › OPINION

Cuestiones de contexto

› Por Mario Wainfeld

La trayectoria: La posición de la derecha argentina respecto del terrorismo de Estado fue mudando al conjuro de los cambios de época. Un primer estadio fue la negación lisa y llana: los desaparecidos no existían, eran emigrados no registrados. O, en una relativa variante: no hubo un plan sistemático de exterminio sino enfrentamientos irregulares con su secuela de víctimas.

Cuando la falacia se hizo insostenible, la bandera pasó de la negación a la impunidad. Pressing y abdicaciones de gobiernos democráticos mediante, ese afán consiguió cobertura legal. La autoamnistía primero, las leyes de obediencia debida y punto final, los indultos al fin, jalonaron una seguidilla de normas aberrantes. Se las acompañó con un discurso pretendidamente edificante: la reconciliación, la necesidad de cerrar heridas, la construcción del futuro sin mirar atrás, como la mujer de Lot.

Esa valla también fue vencida merced a la lucha de los organismos de derechos humanos como vanguardia, progresivamente acompañada por sectores crecientes de la opinión pública y, por último, por el actual gobierno. A esta altura de la brega (aunque sobreviven dinosaurios que niegan lo obvio o pretensas autoridades morales que exigen reconciliación sin confesión ni contrición), el eje se ha desplazado aún más. Se asume que los crímenes deben ser juzgados, pero parafraseando el viejo discurso de no mirar con un solo ojo, se insta la ampliación del concepto de delito de lesa humanidad, para que incluya acciones de las organizaciones armadas de los ’60 y los ’70.

El tránsito, que cifra un tramo de la historia reciente, es un retroceso más allá de algunos zigzagueos. La trayectoria es simétrica con el avance de la justicia democrática. Se reconoce la barbarie estatal, se asume que debe ser juzgada y condenada. Tras cartón se pide equiparar otras situaciones. Supeditarse a las leyes y a las instituciones no es poca cosa, máxime si se coteja con procederes no tan lejanos en el tiempo.

Hasta ahí, la conversión y el apego a la ley deben ser observados con satisfacción. Todos tienen derecho a su día en el tribunal para plantear sus reclamos. Y es saludable que la derecha haya derivado del ejercicio de la violencia o de la mentira a litigar.

Eso no quiere decir, para nada, que el crucial concepto de crimen de lesa humanidad pueda extenderse de modo banal. Ese es uno de los mensajes más nítidos del informe de la Unidad Fiscal de Coordinación y seguimiento de las causas por violaciones de derechos humanos (UF en adelante) que convalidó el procurador general Esteban Righi (ver nota central).

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El caso: El teniente coronel Argentino del Valle Larrabure fue secuestrado y mantenido en cautiverio por integrantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Fue asesinado durante la privación ilegal de su libertad. La causa respectiva se declaró prescripta, vencidos los términos legales. El hijo de la víctima pidió la reapertura y la declaración de imprescriptibilidad homologando el caso a los crímenes de lesa humanidad. Tras peripecias –que se comentan en la nota principal y de las que se dirá algo en ésta más adelante– el juez Germán Sutter Schneider hizo lugar al pedido y (buscando por donde no debía) encontró un fiscal desnorteado (Claudio Marcelo Palacín) que le dio razón. El expediente fue derivado a la UF, para que dictaminara.

El organismo hizo trizas la torpe fundamentación y el procurador Righi validó el informe, transformándolo en una instrucción general para los fiscales federales que dependen de él. En el caso concreto es un formidable tirón de orejas a Palacín. Pero, además, fija una regla de interpretación legal vinculante en el futuro para los fiscales federales. Por cierto, cada fiscal conserva competencia para calificar los hechos en los casos que se le sometan.

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El contexto: El informe de la UF dice que “está fuera de discusión el carácter atroz de los delitos que damnificaron al teniente coronel Larrabure”. La afirmación no lo transforma en un crimen contra la humanidad. No todos los delitos lo son, ni aún los más crueles.

Tampoco lo son, según la legislación y jurisprudencia argentinas, todas las violaciones a los derechos humanos. El procurador Righi dictaminó en septiembre de 2006 (causa Derecho, René Jesús) que un caso de tortura ocurrido en 1988 (en el contexto del gobierno democrático de Raúl Alfonsín) no era imprescriptible, por no encuadrar en la excepcional categoría de delito de lesa humanidad.

“Es el elemento de contexto –dictamina la UF– el que permite diferenciar los crímenes contra la humanidad de los delitos comunes.” Los actos deben formar “parte de una política de Estado”, puntualiza. Con anterioridad, Righi había descrito que sólo hay crimen contra la humanidad en el contexto del “ejercicio despótico y depravado del poder estatal”.

Esa es la regla central, que se viene perfeccionando en la justicia internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

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Matices que ya no son: Con el tiempo ese principio rector, muy preciso, fue matizado. La existencia de guerras civiles con bandos insurgentes muy poderosos (por ej. en la ex Yugoslavia o en Ruanda) que cometieron crímenes infamantes, amplió la frontera. El informe de la UF reseña esa evolución, dejando en claro que esas peculiares excepciones no se cumplieron en el caso Larrabure.

Por lo pronto, en los ’70 no existían leyes internacionales (escritas o consuetudinarias) que asimilaran ciertos hechos cometidos por organizaciones no vinculadas con el Estado

a los crímenes contra la humanidad. Las leyes penales no se pueden aplicar retroactivamente (nullum crimen sine poena previa reza el latinazgo de rigor que, curiosamente, se entiende fácil). No se puede castigar un delito cometido en 1974 en base a normas ulteriores.

Pero, agrega la UF, el ERP no calzaba en la condición de esas fuerzas insurgentes.

Este punto merece un párrafo aparte.

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El mito en los estrados: Las organizaciones no estatales que, según el actual derecho internacional, pueden producir crímenes de lesa humanidad son aquellas que tengan poder similar al del estado o dominio (así fuera de facto) de un territorio importante. Las organizaciones armadas argentinas, el ERP incluido, jamás estuvieron en esa posición. La UF resalta ese lugar común y debe hacerlo porque el fiscal Palacín dibujó una versión apócrifa de la historia para propiciar su postura jurídica. Alegó que el ERP llegó a dominar un tercio de la provincia de Tucumán. Su fuente, que la UF descalifica con razón, es un ignoto libro de Pablo Pozzi. En él se da por probada esa hegemonía territorial, en virtud de un pretenso informe de “un agregado militar de la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires”. Esa fuente deletérea es validada por el fiscal quien, entusiasmado, equipara al ERP a un ejército de ocupación.

La falacia es necesaria, para definir al asesinato de Larrabure como un crimen de guerra. Aunque, ya se dijo en el párrafo anterior, ni aun así la pirueta interpretativa tendría asidero.

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Un largo camino: Volvamos al principio. Es auspicioso que todos los ciudadanos accedan a la Justicia, así no tengan razón, mientras se sometan a sus dictados.

Es imprescindible también no bastardear el concepto de crimen de lesa humanidad. Así lo patentiza el informe que Página/12 tuvo a la vista aunque sin decirlo con esas palabras, más propias de la jerga coloquial. La gravedad del terrorismo de estado obsta a que se interprete extensivamente su existencia que, por definición, es excepcional. Vale la pena, en palabras profanas, explicar por enésima vez que el derecho penal occidental tiene como funciones primigenias evitar la justicia privada y limitar el poder del Estado.

Decirlo así puede chocar a las personas de a pie, pero han sido los poderes públicos los mayores criminales de los últimos siglos, a formidable distancia de aquellos “individuos que delinquieron sin el paraguas protector de los Estados” (por valerse de la precisa prosa de Eugenio Raúl Zaffaroni).

Comprenderlo, internalizarlo y aplicarlo es una misión ardua. También una condición necesaria para construir una sociedad mejor.

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