EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
¿Juzgar la actividad periodística implica hablar de la inmortalidad del cangrejo, y de lo contrario no hablar de nada?
Esa es una de las sensaciones que quedaron tras el paso de despedida de Cristina Fernández en el Congreso nacional, cuando resaltó que, por fin, una cámara oculta se había posado en la corrupción de empresarios privados –el caso de los vales de comida– y no sobre dirigentes políticos, funcionarios, diputados, senadores o concejales. “No los filmaron periodistas...”, dijo la mujer de Kirchner con tono de “qué casualidad”. Y el estilete amenazó con provocar una erupción mayor que la prórroga de la emergencia económica, o la afirmación de que se va de un Congreso prestigiado. Si se frenó fue, tal vez, porque los medios son conscientes de que el traste está sucio, más allá de primeras y lógicas reacciones corporativas e individuales.
Ganó espacio, entonces, que Cristina se beneficia con un favor parlamentario del que supo ser adversaria, cual es declarar que el país sigue en estado económico dramático mientras cualquiera de los índices de su gobierno revela una recuperación espectacular. En verdad, lo saliente de esa prórroga es que permite renegociar tarifas con las privatizadas de una manera que no suponga cataratas de presiones. En teoría, salirse formalmente del estadio de “emergencia” podría significar que los servicios públicos volvieran a dolarizarse; o, más bien, que las empresas del área apuntaran hacia allí como método de presión. No muchos repararon en eso y el punto pasó a ser lo “ridículo” de seguir hablando de “emergencia”. Semánticamente lo es, políticamente lo es un poco menos y jurídicamente no lo es para nada.
Que el Congreso ganó prestigio es, en cambio, insostenible desde todo punto de vista. La presidente o presidenta electa se tomó de una buena cantidad de legisladores rubricados por las urnas el 28 de octubre; y desde ahí sacó la conclusión simplista de que todo el Parlamento, o buena parte de él, es valorizado por la sociedad. Hay una distancia muy significativa entre lo que se vota y el entusiasmo que eso despierta (suponiendo, como si fuera poco, que quienes votaron estaban mayormente al tanto de las actividades parlamentarias, pasadas o futuras, de sus “elegidos”). Fernández habrá hecho esa apreciación con el elemental objetivo de endulzar a la troupe parlamentaria en su despedida, y en tal caso no le fue mal porque recogió el elogio o el silencio condescendiente de las bancadas opositoras. Pero no es verosímil que crea en la buena reputación de la que, desgraciadamente, es una de las instituciones más denostadas por la sociedad. Sí es cierto que el Congreso funcionó como una escribanía de todo cuanto necesitara el Ejecutivo, pero convertir esa gratitud en reconocimiento social es un exabrupto.
El apunte sobre qué y a quiénes apuntan las cámaras ocultas, en cambio, es un muy buen disparador temático, sin que importe si Fernández lo usó bajo ese paraguas de defender a la “corporación” parlamentaria. Claro que es un debate que nunca se instalará en los medios, salvo, tan ineludible como fugazmente, si como en este caso lo genera una figura de enorme peso político.
Sin excepciones, las cámaras ocultas sirvieron para la pesca de perejiles cuyas cabezas, en política, salen gratis. La corrupción de peces gordos nunca fue filmada por una cámara de ésas. Ir más allá de algún funcionario municipal coimero, de algún traficante de drogas de segunda línea, de algún juzgado que no maneja causas calientes, de algún falso médico o de alguno real que se aprovecha de sus pacientes, supondría que los grandes medios estarían dispuestos a meterse con intereses que no les son estructuralmente ajenos, porque en gran medida se jugaría –entre otros pequeños detalles– la publicidad que los sustenta. Hoy más que nunca, los multimedios son megacorporaciones que manejan información y opinión entre otros negocios. Cualquiera debería darse cuenta de que la espectacularidad mediática empieza y termina al servicio del discurso “antipolítica”, que cobra por la ventanilla de la demagogia fácil. No hay nada más político que putear sólo a la política, y debe reconocerse que además parece efectivo si el termómetro callejero determina que es allí donde se concentra monotemáticamente el malhumor popular. Allí y en la “inseguridad”. Casi no hay más que eso; y da pavura pensar en la cantidad de santos inocentes incapaces de advertir que tal cosa es uno de los elementos decisivos de la dominación cultural, como conducto de la manipulación política.
Nada de ello afecta a otros componentes de los periódicos enojos del Gobierno con las empresas mediáticas, como el hecho de que cuando no hay oposición se la inventa. O de los enojos viceversa, como el debate y las acusaciones en torno de la forma en que se distribuye la pauta publicitaria oficial. Pero ya es inaguantable, ateniéndose al menos al buen gusto o a un mínimo ejercicio del pudor, que las corporaciones de raíz periodística sigan situándose en un rol de carmelitas impolutas, y que ni siquiera tengan el cinismo de cargarse una autocrítica. ¿Dónde está escrito y por quién con cuál autoridad moral que los funcionarios gubernamentales, del Presidente para abajo, en donde sea, no deben criticar a la prensa? Excepto, desde ya, que se trate de una ofensiva de carácter persecutorio. Varios colegas dicen que “llama la atención” la recurrencia oficial en disparar contra el periodismo. Es formalmente correcto, porque no es habitual que los gobiernos se quejen en público, con la frecuencia de éste, acerca de la tendenciosidad periodística. Los Kirchner, además, vienen de pagos lejanos en los que se acostumbraron a manejar a los medios con estilo de capataz de estancia. ¿No debería llamar la atención de igual manera que las críticas y acusaciones oficiales sean respondidas con el exclusivo argumento de que hay un ataque contra la prensa “independiente”? El Gobierno deja muchos huecos en su crítica actitud hacia el periodismo, por acción y omisión. Pues en lugar de aprovechar esos agujeros, empresas y comunicadores varios se remiten a abroquelarse tras la única defensa del “nos atacan”. De las patronales, se comprende. De algunos colegas caracterizados, no. Porque podrían guardar recato. Vaya paradoja: fue este mismo gobierno el que, en una de las decisiones más cuestionables y sospechosas de su gestión, renovó las licencias de los grupos que operan las principales cadenas de radio y televisión.
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