Mié 26.12.2007

EL PAíS

Natalio Etchegaray, el eterno escribano general de la Nación

Lleva 24 años de permanencia en el cargo. Ingresó con el gobierno de Alfonsín y desde ahí nadie quiso sacarlo. Presente en cada jura en la Casa Rosada, Etchegaray cuenta las intimidades de su función.

Cuando Raúl Alfonsín estuvo a punto de firmar el acta para asumir la presidencia, Natalio Etchegaray le pasó su lapicera. El escribano general del Gobierno contó ya varias veces lo que le sucedió en ese momento como si todavía no fuera capaz de creerlo. Nunca, sin embargo, contó todo. Alfonsín tomó su pluma, apoyó la punta en una hoja protocolar, pero no pudo firmar nada porque la tinta se le quedó atascada como si las garras de la historia no lo dejaran jurar. “¡Pero escribano!”, lo reprendió el ex presidente, “¡estamos empezando muy mal!”.

A Etchegaray todavía se le suben los colores cuando lo cuenta. Lo que nunca dijo es que pocos años más tarde estuvo a punto de desquitarse. Para entonces, estaba en un despacho de la Casa Rosada donde se hacían las ceremonias de traspasos de los presidentes. Alfonsín, acosado por los problemas, tenía que entregarle el mandato anticipadamente a Carlos Menem.

“Es preferible empezar mal y no terminar de esta manera”, asegura ahora Etchegaray que tuvo ganas de decirle a Alfonsín entonces, pero no le dijo nada porque quería demasiado a ese presidente.

Nacido en Tandil, Natalio Etchegaray llegó a la Escribanía General en 1983 con el radicalismo y desde entonces es el escribano oficial del Estado. Es el tercero en permanencia en ese cargo en la historia, lleva veinticuatro años de continuidad.

–Yo vine a parar acá –explica el escribano– porque el doctor Juan Carlos Pugliese me tenía confianza, me conocía de mi pueblo. Alfonsín me tomó y el día que asumió Carlos Menem le dije: “Presidente, usted ponga a quien quiera”. Me dijo que no, que el escribano de gobierno en Argentina no cambia. Luego vino De la Rúa, y en vez de jubilarme, me sacó un decreto para hacerme una excepción y con la de Duhalde, no era para irse. Cuando llegó el presidente Kirchner no le dije nada.

–Pero lo dejó...

–No me dijo que me vaya, entonces ya está. Con la Presidenta, todo esto recién empieza.

En realidad, con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner todo empezó lo que parece el lejano lunes 10 de la asunción cuando el escribano le tomó juramento en el Congreso. Antes de empezar estuvo con Cristina. Le dio 19 hojas con los protocolos del día. Le puso las hojas una arriba de otra, y ella se las devolvió de la misma manera: los 19 papeles juntos, arriba de una mesa, y no desparramados como solía sucederle. En la ceremonia de la jura, pudo oír algo que le concernía durante el abrazo de los Kirchner en el traspaso: le escuchó decir a la Presidenta que, por favor, firme una de las actas, que era importante, mientras él decía que no tenía idea de qué era todo eso.

En los últimos años, Etchegaray estuvo muy cerca de los Kirchner, y aun así cuando los mira es como si estuviera desentrañándolos. Hace unos meses, a este hombre, escribano y radical, le tocó responder un oficio judicial destinado a Kirchner. Un coronel pedía la ratificación de su firma. Había sido exonerado del Ejército por un decreto y desconfiaba del rótulo. El escribano le pidió a Kirchner 21 firmas completas parado, 21 firmas completas sentado; 21 media firmas parado y 21 media firmas sentado: 84 firmas a la vez.

–¡Pero escribano qué es esto! –le dijo Kirchner.

Con la ayuda del secretario Legal y Técnico Carlos Zannini, el Presidente aceptó someterse a la prueba aunque, aclaró, “yo no tengo media firma, tengo una sola”.

Los secretos de la crisis

El 31 de diciembre de 2001 el escribano general hizo algo más: abandonó ese lugar de sombras donde suelen pararse los escribanos. Esta es la primera vez que Etchegaray decide contarlo.

–A partir de las diez de la mañana de ese 31 de diciembre de 2001 –dice– hubo una incertidumbre respecto de la sucesión presidencial: De la Rúa ya se había ido y el presidente Adolfo Rodríguez Saá había presentado su renuncia, pero no esperó, se fue sin pedir una licencia y la renuncia no habilita de por sí a la sucesión. Tenía que pedir la licencia. Las Cámaras del Congreso se reunieron en asamblea para tratar la renuncia, pero mientras tanto ¿quién era el presidente? Por esas horas, me trajeron distinto tipo de posibilidades de solución, y una opción fue ir a la Corte Suprema de Justicia y darle el poder de presidente de la Corte, que en ese momento era Julio Nazareno.

–¿Y entonces?

–Como tiene tanta importancia en la cultura el hecho simbólico del escribano, yo no iba a decidir dárselo a Nazareno. Ahí sí hubo una participación mayor del escribano. Yo dije: “No, señores, agotemos todas las instancias legales antes de decidirlo”. Y así, iniciamos el proceso.

–¿Qué pasó, porque Rodríguez Saá dejó el gobierno?

–El ministro del Interior de ese momento que había sido gobernador de Mendoza, (Rodolfo Gabrielli) me convocó y me dijo: “Escribano, el presidente del Senado dice que no puede tomar la presidencia; el presidente de Diputados dice que está primero el otro y que quiere que primero se compruebe la legalidad de la renuncia de Rodríguez Saá”. Entonces, nos reunimos en Diputados mientras (la jueza María Romilda) Servini de Cubría le abría una causa a Rodríguez Saá por abandono del cargo y Ramón Puerta, que ya había sido presidente provisional por unas horas, no estaba en el país. En ese momento, (Eduardo) Camaño, que era el presidente de la Cámara de Diputados, dijo que iba a asumir si era concreto y legal, pero hacía falta la licencia de Rodríguez Saá. Porque, ¿qué pasaba si quería volver al gobierno esa misma tarde? Entonces, iniciamos una larga conversación telefónica con Rodríguez Saá que duró toda una tarde de idas y venidas.

–¿Por qué no quería pedir la licencia?

–Porque decía: “No estoy enfermo, no voy a pedir licencia por enfermedad”. Pero no era sólo un problema de enfermedad, sino de técnica constitucional. Tenía que pedir la licencia. Y recién a las cuatro de la tarde, él accedió a pedir licencia ante el escribano de gobierno de allá, en San Luis, y la mandó. Así destrabamos el problema y Camaño pudo ser presidente mientras la asamblea lo elegía a Eduardo Duhalde. Es decir, mi único limite acá como escribano es ése: el resguardo de la legalidad constitucional, que funcionen los mecanismos constitucionales de reemplazo. Hice todo lo posible para no ir a dejar el poder en la Corte Suprema porque nadie lo quería tomar.

–Otra hubiera sido la lectura de la historia si sucedía eso.

–Y era como volver: Nazareno representaba al menemismo. No sé qué hubiera pasado popularmente, cuántos muertos hubiera habido en la Plaza de Mayo si la gente entendía que después de un estado de sitio el presidente no era De la Rúa sino Nazareno. Eso fue lo que a mí me pasó por la cabeza, no hago futurología: y no sé que hubiera pasado, pero no creo que hubiese sido muy pacífico.

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