Dom 30.12.2007

EL PAíS  › REHENES, AUTONOMIA LATINOAMERICANA, REACCION DE EE.UU.

Vivir con lo nuestro

Más allá de sus bordes ideológicos, el caso de los rehenes de las FARC tiene una característica central: fue manejado entre vecinos, con Washington observando con creciente incomodidad cómo suceden cosas sin su influencia.

› Por José Natanson

La operación para rescatar a los rehenes colombianos confirma una de las grandes noticias políticas de los últimos años: la creciente participación de los gobiernos de América latina en las crisis que suceden en América latina. Una afirmación que a primera vista puede parecer una obviedad, pero que marca un quiebre en la historia de la región y que genera fricciones con Estados Unidos, que mira con más sospecha que apoyo el creciente protagonismo de su tradicional patio trasero.

Hacerse cargo

No es la primera vez que los países latinoamericanos intentan proyectar su influencia estabilizadora en la región. El antecedente más lejano es el Grupo Contadora, formado en 1983 por Colombia, México, Panamá y Venezuela, y al que después de sumaron Argentina, Brasil, Perú y Uruguay, para ayudar a los países centroamericanos que luchaban por dejar atrás las dictaduras y las guerras internas. Corrían los tiempos de la primavera democrática y aquellas naciones que habían superado la larga noche autoritaria buscaban acelerar la transición en el resto de América latina.

Doce años después, en 1995, Perú y Ecuador retomaron su vieja disputa limítrofe, que se remonta al momento mismo de la independencia y la división de la Gran Colombia, con una guerra absurda. Argentina, que había sido uno de los garantes de la primera paz, provocó un escándalo internacional cuando se descubrió que había vendido armas a Ecuador. El conflicto se saldó poco después gracias a una gestión clave de Brasil, que impulsó un armisticio firmado en Brasilia y titulado, con más agradecimiento que originalidad, “Declaración de Paz de Itamaraty”.

Pero son antecedentes aislados y lejanos. En realidad, los momentos de mayor protagonismo latinoamericano pueden encontrarse en los años recientes. En octubre de 2003, con La Paz aislada por los indígenas que reclamaban la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada, Kirchner y Lula, que se encontraban juntos en Buenos Aires para anunciar una serie de acuerdos económicos, decidieron enviar una misión conjunta para buscar una salida a la crisis. El representante brasileño fue el mismo que hoy transpira junto a Kirchner en la selva colombiana, Marco Aurelio Garcia, y el resultado fue la renuncia de Goñi y su reemplazo por Carlos Mesa.

Un tiempo antes había habido una reacción, también latinoamericana y también crucial, que a menudo es pasada por alto. En abril de 2002, un grupo de militares venezolanos ejecutó un golpe de Estado contra Hugo Chávez y cedió el poder al empresario Pedro Carmona. El hombre duró solo un día en el gobierno (los venezolanos lo apodaron “Pedro El Breve”) y Chávez fue repuesto en su cargo por los mismos militares que lo habían desplazado con el curioso argumento de que no había presentado una renuncia firmada. El fracaso del golpe tiene muchas explicaciones, desde la decisión de Carmona, que supuestamente venía a salvar la democracia, de disolver por decreto la Asamblea Legislativa, hasta el apoyo masivo de las masas chavistas. Pero sin duda una de las causas más importantes fue la reacción de los países latinoamericanos: Eduardo Duhalde fue el primer presidente que dijo “golpe”, la palabra que la CNN demoró dos días en pronunciar, posición a la que luego se fueron sumando los gobiernos de Brasil, Chile y México. Al año siguiente, con Venezuela aún desgarrada por la polarización, un grupo de países liderado por Brasil formó el Grupo de Amigos de Venezuela, que impulsó la convocatoria del Referéndum Revocatorio de 2004, en el que Chávez arrasó con el 60 por ciento de los votos y logró definir el empate político que paralizaba al país.

La misión de paz en Haití de junio de 2004, finalmente, no es una iniciativa estrictamente latinoamericana, sino una decisión de las Naciones Unidas integrada por tropas de diferentes países, entre ellos algunos tan exóticos como Filipinas y Nepal. Pero nuevamente aquí el rol de la región fue definitorio: el primer jefe civil de la misión fue Juan Gabriel Valdés, un experimentado político chileno, y el comandante militar el general brasileño Augusto Heleno Ribeiro Pereira. La mayor parte de los Cascos Azules destinados a Haití son latinoamericanos: 1197 brasileños, 572 uruguayos, 548 argentinos, 448 chilenos y 205 peruanos.

En tándem

El líder de todas estas movidas fue Brasil, un país que pasó casi toda su vida mirándose a sí mismo, tal vez como resultado de su particularidad lingüística y cultural y de sus especificidades históricas: es, de hecho, el único país latinoamericano que contó con un rey en su territorio. Pero en 1985, luego de la dictadura, Brasil decidió romper con su tradicional ensimismamiento y comenzó a mirar con otros ojos, más amigables, a sus vecinos, un poco como resultado de un cálculo muy lógico –el desarrollo nunca sería posible en una región convulsionada– y otro poco como parte de su decisión de fortalecer su liderazgo sudamericano.

Pero esto nunca hubiera sido posible sin una buena relación con Argentina, su tradicional competidor en Sudamérica. Los columnistas televisivos que suelen quejarse por la falta de políticas de Estado deberían repasar la historia reciente de la relación bilateral: tras la recuperación de la democracia, los gobiernos de Raúl Alfonsín y José Sarney dieron el primer paso en la construcción de una alianza duradera con la firma de un convenio de inspecciones nucleares mutuas. Lo que podría haber terminado en una escalada al estilo India-Pakistán se convirtió en una política de amistad –los especialistas la llaman “construcción de confianza”– que se fue profundizando con el paso de los años. Aunque duela reconocerlo, el Protocolo de Asunción, primer gran hito del Mercosur, fue firmado por Carlos Menem y Fernando Collor de Melo en 1991, en el inicio de un proceso de integración que en los ’90 asumió un tono comercial, orientado al intercambio de bienes, pero que nunca fue abandonado del todo.

En el 2003, apenas llegaron al poder, Lula y Kirchner protagonizaron algunos primeros chispazos incómodos, sobre todo por las dificultades del argentino para digerir la línea económica seguida por el brasileño. Sin embargo, a los pocos meses los prejuicios fueron dejados de lado y hoy el diálogo entre ambos países es más fluido que nunca, tal como demuestran una serie de iniciativas –la más importante de las cuales es el ingreso de Venezuela al Mercosur– que nunca hubieran podido concretarse sin el apoyo conjunto.

El amigo americano

Acostumbrado desde siempre a hacer y deshacer al sur del Río Bravo, Estados Unidos observa el hiperprotagonismo latinoamericano con una mezcla de aceptación resignada y resistencia sorda. Ya en 1983 se opuso al Grupo Contadora al negarse a reconocer al gobierno sandinista de Nicaragua. Más recientemente, su intervención osciló entre el apoyo moderado y el abierto obstruccionismo. En el golpe contra Chávez de 2002, mientras casi todos los países manifestaban su rechazo, el embajador norteamericano en Caracas, Charles Shapiro, se reunía con Pedro El Breve y decía: “Alabamos su intención de fortalecer las instituciones y los procesos democráticos”. En la crisis de Bolivia, Washington prácticamente no intervino: poco antes, su embajador en La Paz, Manuel Rocha, había avisado que su país rechazaba al “narcotraficante”, con relación a Evo Morales, lo cual sólo contribuyó a fortalecer la candidatura del líder indígena, así que después se limitó a mirar el caos desde lejos y, eso sí, otorgarle asilo al depuesto Sánchez de Lozada. En cambio, el respaldo estadounidense a la misión de paz en Haití fue inmediato, pero en este caso había un interés concreto: evitar una nueva oleada migratoria de haitianos empobrecidos a las costas de Florida.

En el caso de los rehenes colombianos, aunque evidentemente rechaza tanto el protagonismo de Chávez como el incómodo lugar en el que se ha puesto Alvaro Uribe, lo cierto es que Washington no ha tenido más remedio que mantenerse al margen. Riordan Roett, prestigioso internacionalista de la Universidad Johns Hopkins, sostiene que los problemas en Oriente Medio han generado un debilitamiento de la influencia de Estados Unidos en América latina y que hoy solo le quedan fuerzas para preocuparse por los que considera temas negativos: la transición en Cuba, el liderazgo de Chávez, la influencia de China y el poder de las FARC. Pero ni su alianza con Uribe, ni el hecho de que Colombia sea el tercer país del mundo que recibe más asistencia militar norteamericana después de Irak a Israel, han logrado que Washington juegue algún rol en la operación rescate, que descansa en las espaldas de Venezuela, Argentina y Brasil. En el patio trasero, la presencia latinoamericana crece en la misma proporción en la que el influjo estadounidense se atenúa, una novedad positiva pero que también entraña los riesgos de vivir con lo nuestro.

Ver más información en la columna de Santiago O’Donnell en la página 26.

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