EL PAíS › OPINION
› Por Washington Uranga
Los gestos y los hechos producidos desde la asunción de Cristina Fernández, en particular el encuentro que la cúpula del Episcopado encabezada por el cardenal Jorge Mario Bergoglio sostuvo con la presidenta el pasado 19 de diciembre, cambiaron en forma sustancial la perspectiva de la relación Gobierno-Iglesia para el año que comienza. No hay que pensar que desaparecieron las dificultades, pero está claro que el camino está allanado y por lo menos están dadas las condiciones para discutir sobre las diferencias, que sin duda existen, entre las máximas autoridades nacionales y la dirigencia de la Conferencia Episcopal.
Entre los hechos positivos que abonan lo anterior debe contarse la apertura del diálogo directo entre las máximas instancias del Ejecutivo y los jerarcas eclesiásticos. El encuentro en Casa Rosada, según todos los participantes, fue cordial. Pero tampoco se habló de cuestiones de fondo, ni de los asuntos que separan. Apenas se avanzó sobre algunas consideraciones sobre lo social, el ámbito en el que existen las mayores coincidencias entre Gobierno e Iglesia. Los obispos volvieron a entregar el último documento episcopal en el que tampoco faltaron los mensajes hacia el Gobierno, pero no ahondaron en el contenido del mismo. Para más adelante, seguramente en el transcurso de este 2008, se dejaron los temas más espinosos.
Parte del acercamiento, además de la voluntad de las partes, se hizo posible gracias a los buenos oficios del secretario de Culto, Guillermo Olivieri. Si bien se trata de una tarea que es propia de su incumbencia también es cierto que el titular de Culto ha sabido construir una buena relación con gran parte de los obispos y ganarse la confianza de la mayoría. No menos importante es la excelente relación que mantiene con el obispo Sergio Fenoy, Secretario General del Episcopado. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, también aportó lo suyo en esta construcción de relaciones en la nueva etapa. Por el lado episcopal el grupo de obispos moderados cuyo referente principal es el titular de Pastoral Social, Jorge Casaretto, puso su cuota insistiendo una y otra vez frente al propio Bergoglio a quien le solicitaron que generara gestos de aproximación a las autoridades nacionales.
La presidenta Cristina Fernández allanó el camino con algunas declaraciones que sonaron a gloria a los obispos. Las unas tienen que ver con la poca disposición de la mandataria a facilitar legislaciones que vayan en contra de lo que la Iglesia considera el “derecho a la vida” desde la concepción hasta la muerte natural. Léase: no a la despenalización del aborto y no a la eutanasia. Por el lado de la Iglesia, la reciente designación del obispo Agustín Radrizzani, vicepresidente segundo de la Conferencia Episcopal, como nuevo titular de la diócesis de Luján-Mercedes, sede de la basílica nacional, es un mensaje que puede leerse como positivo. Radrizzani es un progresista moderado que, en público y en privado, abogó por el diálogo franco, abierto y sincero entre la Iglesia y el Gobierno. El mismo mantiene un canal abierto permanente con hombres del Gobierno y su posición le trajo incluso algunos disgustos y fuertes intercambios con Bergoglio en los momentos en que el cardenal se instaló en el lugar de la mayor distancia con el ex presidente Néstor Kirchner.
En su escenario, Cristina Fernández sabe que necesita contar con la Iglesia, en particular con su jerarquía, si quiere avanzar con la idea de concertación social. Más allá de la evidente pérdida de influencia que el catolicismo tiene en la vida cotidiana de los argentinos, la institución eclesiástica es un referente necesario para el diálogo. A los obispos, por su parte, les agrada y consideran importante la propuesta de la concertación, porque entienden que ayuda al diálogo ciudadano y a la consolidación institucional. En ese tema estuvo trabajando todo el año anterior la Pastoral Social y, en particular, la Comisión de Justicia y Paz, ambas lideradas por Casaretto.
Pero tampoco puede decirse que el horizonte del 2008 es un camino de rosas en las relaciones entre la Iglesia y el Gobierno. Queda por resolver la designación del obispo castrense que debe suceder en ese cargo al renunciado Antonio Baseotto. El obispado hoy se encuentra vacante. El tema no es fácil, aunque puede haber un principio de acuerdo. El Gobierno, que quiere revisar a fondo el tratado con el Vaticano en lo que respecta a los capellanes militares, estaría dispuesto a dar su acuerdo para el nombramiento del obispo castrense siempre y cuando se garantice un mecanismo de negociación que asegure que, en poco tiempo, la institución de los capellanes militares habrá desaparecido. La Santa Sede habría manifestado su disposición a conversar sobre el tema. En ese caso, el más firme candidato a ser designado nuevo obispo castrense es otro progresista moderado: Carlos Malfa, actual obispo de 9 de Julio.
Si esta cuestión, que parece ser una de los más espinosas, se resuelve de manera adecuada para ambas partes, no habría que esperar mayores sobresaltos en la relación Iglesia-Gobierno. La cooperación en áreas sociales, en cuanto a situaciones de emergencia, ayuda alimentaria y viviendas, está aceitada y en marcha. Cáritas es uno de los interlocutores más confiables del Gobierno en materia social. Los obispos insistirán en no perder terreno en lo que tiene que ver con los aportes que reciben del Estado para mantener la “educación pública de gestión privada” como prefieren llamarle al servicio educativo católico.
En la propia interna católica habrá que dirimir cuotas de poder. El pleito planteado en Iguazú entre el obispo emérito Joaquín Piña y el actual titular Marcelo Martorell debe leerse como mucho más que una rencilla donde se cuestiona el uso del dinero. La disputa es, en términos profundos, entre dos maneras de entender la Iglesia y su compromiso social. Esta es la verdadera división de la Iglesia en Iguazú. Un debate que, sin tener aristas tan críticas, también está instalado en la generalidad de la Iglesia en Argentina. Y esta pelea se da, no sólo pero también, en la designación de nuevos obispos. Habrá que mirar con atención los nombres de aquellos que se promueven a los niveles episcopales. Y también si después de muchos intentos –la mayoría fallidos– los laicos católicos logran mayor protagonismo institucional frente a una jerarquía que, más allá de las palabras, los sigue relegando a un segundo plano.
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