EL PAíS › LOS DIRIGENTES GREMIALES, ELEGIDOS POR MACRI PARA SU PRIMERA JUGADA POLITICA
El porqué de la baja popularidad del sindicalismo tradicional en Argentina. Su rol en los años ’90, la crisis de 2002 y la revitalización actual. Qué pasa en otros países de la región, donde dos actuales presidentes provienen de ese sector.
› Por José Natanson
Al dedicar su primera operación política de envergadura a enfrentar al gremio de Sutecba, Mauricio Macri sabía lo que hacía: los sindicalistas se encuentran en el sótano de la aceptación popular. Un sondeo de OPSM de diciembre del 2007 indagó la confianza de la población en diferentes sectores dirigentes. Las organizaciones sindicales obtuvieron un 65,3 por ciento de “baja confianza” y apenas un 7,2 de “alta confianza”. “Son los que peor están, por debajo de la Justicia, que antes los superaba en imagen negativa pero que desde el recambio de la Corte mejoró un poco”, me dice Enrique Zuleta Puceiro, responsable de la encuesta. Y agrega que la tendencia es general. “En todos los países del mundo los sindicalistas tienen mala imagen, quizá porque su forma de involucrarse es por definición a través del conflicto, la huelga, las marchas.”
Es cierto lo que dice Zuleta, pero también es verdad que, aunque en casi ningún sitio el sindicalismo ocupa los primeros lugares del amor popular, en muchos países latinoamericanos ha logrado transformar su potencia social en fuerza política y generar líderes capaces de ganar elecciones. El ejemplo más notable es, por supuesto, Brasil, hoy gobernado por el antiguo jefe de los metalúrgicos de São Bernardo do Campo y ex titular de la Central Unica de Trabajadores (CUT), líder de un partido cuyo núcleo inicial fue el sindicalismo: de los 16 integrantes de la primera comisión directiva del PT de 1980, 12 eran sindicalistas.
Hay otros ejemplos. Evo Morales fue jefe del sindicato de cocaleros –que combina las tácticas de acción directa con la herencia militante de los combativos sindicatos mineros bolivianos– antes de convertirse en presidente. En Uruguay, la PIT-CNT es una de las bases del Frente Amplio, que en 2004 llevó a 20 sindicalistas en sus listas legislativas. Y aun en aquellos países en los que el sindicalismo es débil, como Colombia, se pueden encontrar ejemplos: Luis Eduardo Garzón fue titular del gremio de Ecopetrol y el primer secretario de la CGT ¡elegido por el voto directo de los afiliados! antes de dar su gran salto a la política en 2003, cuando, para sorpresa de todos, obtuvo la alcaldía de Bogotá como candidato del izquierdista Polo Democrático Alternativo.
El contraste con la Argentina es notable. Desde la recuperación de la democracia, el sindicalismo no logró crear una sola figura de proyección nacional y en los últimos años ni siquiera fue capaz de generar un dirigente con la popularidad necesaria para convertirse en gobernador, jefe de bloque, presidente de una cámara o intendente de una ciudad importante. Hay algunas excepciones, en su mayoría provenientes de gremios estatales que crearon la CTA y protagonizaron la resistencia al neoliberalismo. Pero en general quienes ganan elecciones vienen de la política, las empresas, los organismos de derechos humanos, los medios de comunicación; son economistas, fiscales o jueces, artistas, cantantes, corredores de autos o lanchas, cualquier cosa salvo sindicalistas. ¿Alguien se imagina a alguno de los secretarios generales de la CGT de las últimas décadas, Rodolfo Daer, Gerardo Martínez, Oscar Lezcano, candidateándose a presidente? Lo más parecido fue la frustrada candidatura a gobernador de Catamarca de Luis Barrionuevo... y la quema masiva de urnas desatada luego de que la Justicia le impidiera presentarse.
Que los sindicalistas argentinos, o al menos sus sectores dominantes, arrastran una pésima imagen pública y generan más desprecio que amor es un hecho tan innegable como el calor del verano porteño. Pero merece una explicación.
Una hipótesis
En “Golpeados pero de pie. Resurgimiento sindical y neocorporativismo segmentado en Argentina 2003-2007”, publicado en Politics and Society, Sebastián Etchemendy y Ruth Collier analizan con profundidad y agudeza la evolución sindical de los últimos años y su revitalización al calor del despegue económico.
En los ’90, la suba del desempleo, la flexibilización laboral, el achicamiento del Estado y el incremento del trabajo informal pusieron al sindicalismo en una situación defensiva. Arrinconados, la mayoría de los gremios acompañó a Carlos Menem y aceptó la flexibilidad laboral y los despidos masivos a cambio de la preservación de sus tres grandes resortes de poder: el monopolio de planta, la negociación colectiva centralizada y el control de las obras sociales, que se desregularon sólo parcialmente. Paralelamente, el peronismo vivía lo que Steve Levitsky define como un proceso de “desindicalización”. En 1983 había 37 diputados sindicales y el jefe de bloque era el petrolero Diego Ibáñez. En 1999, como señala agudamente el sociólogo Héctor Palmino, ingresaron menos sindicalistas en las listas del PJ que en las de la Alianza.
La crisis del 2002 terminó de redondear el escenario de decadencia sindical. En los meses previos y los años siguientes al colapso de la convertibilidad, el eje de la protesta social se trasladó a los movimientos de excluidos –desocupados y piqueteros– y a la clase media atrapada en el corralito. Durante el 2002 y el 2003, las protestas no sindicales superaron a las lideradas por los gremios en una proporción de 6 a 4, según los datos de la Consultora de Investigaciones Sociales Independiente (CISI).
Pero todo cambió con el despegue económico, cuando la mejora de la situación, y en particular la reducción del desempleo, reabrieron la puja distributiva y dieron paso a un nuevo momento sindical. La desocupación hoy se ubica, aun en las mediciones privadas, por debajo del 10 por ciento, y aunque el número sigue siendo alto, los especialistas sostienen que la segmentación del mercado laboral ha creado una barrera infranqueable: aquellos que nunca accedieron a un trabajo formal o que hace muchos años que no lo tienen difícilmente podrán ingresar al dorado mundo del empleo en blanco. Por una cuestión de capacitación, el ejército de reserva es más pequeño que lo que indica el porcentaje de desempleo y el poder de los gremios, por lo tanto, es mayor.
Pero también, como explican Etchemendy y Collier, hay una razón estructural, que va más allá de la coyuntura económica y que explica la revitalización de los sindicatos. A diferencia de lo que ocurrió en otros países, donde las reformas neoliberales trasladaron el eje productivo a sectores difícilmente sindicalizables, como la maquila en México o la industria forestal y la florihorticultura en Chile, en la Argentina pos-crisis resurgieron actividades como el transporte, los alimentos o el petróleo. Sectores que, aunque no fueron hegemónicos en la etapa pre-neoliberal de sustitución de importaciones, sí contaban con sindicatos organizados, que supieron aprovechar la situación de bonanza para reactivarse y ganar protagonismo.
Y son estas organizaciones las que hoy lideran políticamente el sindicalismo argentino. Los camioneros, un gremio que creció en simultáneo con la desarticulación ferroviaria y la integración al Mercosur; los petroleros, los sindicatos de servicios urbanos como el subte, la alimentación, los gastronómicos y hoteleros beneficiados por el auge del turismo. Para Sebastián Etchemendy, coautor del artículo mencionado, esta es una de las razones que explican el desprestigio actual de los sindicalistas. “El sindicalismo que resurge y que vemos hoy es el sindicalismo tradicional, no el sindicalismo renovado”, me dice Etchemendy cuando le pido una hipótesis sobre el descrédito de los gremios.
–En su artículo usted afirma que en el 2006, a diferencia de lo que ocurrió en los años anteriores, los episodios de conflictividad laboral protagonizados por trabajadores privados superaron por primera vez a los liderados por empleados estatales. ¿Podría decirse que en los ’90 dominaban los sindicatos de “perdedores” (estatales, maestros, desocupados) y que ahora el liderazgo lo tienen los sindicatos de “ganadores”?
–Sí. Contra los que pronosticaban algunos, el sindicalismo que protagoniza las protestas hoy no es ni el sindicalismo que ganó prestigio en los ’90, los empleados estatales, la CTA, los docentes de la Carpa Blanca, y tampoco el sindicalismo de movimiento social del 2002. Es el típico sindicalismo peronista. Algunos, como Moyano, se opusieron a Menem; la mayoría no. Pero lo central es que es el viejo sindicalismo peronista de empresa privada.
–¿Y por qué este sindicalismo tiene mala imagen?
–Bueno, son los sindicatos que vienen de una veta corporativa y autoritaria, construidos desde arriba, desde el Estado. Tienen esa impronta.
Es interesante la hipótesis de Etchemendy. En Brasil, la CUT surgió a fines de los ’70 como una respuesta al milagro industrializador de la dictadura y adoptó nuevos métodos de organización que rompieron la lógica corporativa de la Era Vargas: democracia interna, protagonismo de las comisiones, elección directa. Fue, además, un sindicalismo que surgió contra el gobierno –y no desde el gobierno– y que de hecho organizó las huelgas de 1980 que catalizaron el regreso de la democracia. En Uruguay, la PIT-CNT se reorganizó completamente luego de la dictadura y también asumió una serie de mecanismos democráticos. En estos países, el problema del sindicalismo hoy es cómo acompañar a los gobiernos de izquierda sin perder autonomía. En Argentina, en cambio, la mayoría de los sindicatos son herederos del modelo peronista de posguerra y han innovado poco y nada en mecanismos de democracia interna, al menos si se considera a la alternancia como parte esencial de la democracia: Armando Cavalieri, 35 al frente de su gremio; Carlos West Ocampo, 28 años; Barrionuevo, 25 años.
Todo esto no implica, desde luego, que el sindicalismo tradicional no haya cambiado su estrategia. Sobreviviente de mil derrotas, ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos. Desde que asumió Néstor Kirchner (y aun antes, durante el gobierno de Duhalde), negoció una alianza con la Casa Rosada que, sin embargo, no implicó una subordinación total. Aunque no organizaron una sola huelga general, sí realizaron paros y movilizaciones en abierto desafío al Gobierno, como los paros de petroleros o los cortes de calles de la Uocra. Al mismo tiempo, la conducción de la CGT, aunque lógicamente promovió reclamos salariales, marcó una diferencia clara con el pasado, cuando la puja distributiva encontraba pocos límites, y moderó los pedidos a un techo macroeconómicamente razonable. Y desde una posición de fuerza: la tasa de sindicalización en la Argentina, según el Ministerio de Trabajo, es de 37 por ciento (de los trabajadores formales asalariados, que son un 50 por ciento del total). Es superior a la de Brasil y duplica o incluso triplica a la de Chile o México. Esto significa que, dentro del universo del trabajo en blanco, los sindicatos conservan un poder importante.
No podía salir mal
Se piense lo que se piense de la decisión de Macri de echar a dos mil personas, revisar 20 mil contratos e intervenir la obra social de la ciudad, la movida no podía salir mal: si le torcía el brazo al gremio, era una batalla ganada; si fracasaba, era una víctima más de la máquina de impedir. En ambos casos, la pelea estaba ganada de antemano: la conducción de Sutecba y su obra social no se caracterizan precisamente por su buena imagen pública, y la presencia de Moyano en el acto de protesta, aunque confirmó la importancia del gremio, difícilmente haya contribuido a mejorar las cosas. Y es que es el desprestigio del sindicalismo el que les permite a dirigentes como Macri dar estos golpes fáciles en busca de capital político. Por eso, a esta altura ya debería quedar claro que es un error subestimar al nuevo líder de la derecha, que con la carta anti-sindical demostró que es lo suficientemente astuto como para dedicar su primera gran decisión política a pegarle a un enemigo que –para desgracia de los trabajadores, al fin y al cabo los principales perjudicados por el desprestigio gremial– luce demasiado perfecto.
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