› Por Mario Wainfeld
A través de trascendidos, la Santa Sede ha divulgado su malestar y, virtualmente, su veto al pedido de plácet para Alberto Iribarne formulado por el Estado argentino. El motivo del disgusto es la condición de divorciado del pretenso embajador.
La especie jamás se confirmará del todo, porque es propio del estilo vaticano rehusar el debate público y la transparencia de las posiciones. Ese modo es convalidado por analistas y comentaristas de algunos pelajes, aduciendo que expresa sabiduría adquirida durante más de veinte siglos. La emergencia, en los dos últimos siglos, de gobiernos y reclamos democráticos que han cambiado los códigos exigibles a los poderosos es (tácitamente) minimizada por los purpurados y por sus apologistas. La eminencia del diálogo, que es condición y consecuencia de la igualdad, no termina de impregnar esa herencia fraguada en siglos de monarquías y autoritarismos variados.
La imposición de reglas religiosas para la vida social y su propagación a personas que no comparten, in totum, el credo se llama fundamentalismo. Con modos silentes y bizantinos, el Estado vaticano busca forzar a la Argentina a que ponga en vigencia para la designación de un funcionario una regla exótica (en rigor, repugnante) a la constitución nacional. Un modo de discriminación chocante al principio de igualdad ante la ley y a las libertades consagradas en la Carta magna.
Si ese parámetro prepotente hiciera escuela, sería de temer que ciertos estados, que tienen muy otra mirada sobre la condición de la mujer, rechazaran tener trato con funcionarias argentinas. Si montaran mucho la apuesta, hasta podrían cuestionar la investidura presidencial de Cristina Fernández de Kirchner, que llegó a un sitial chocante para lo que piensan ciertas culturas del lugar de la mujer.
El último párrafo es una exageración con fines didácticos, lo anterior pura descripción. El Estado y la sociedad argentina han recibido un mensaje (diríase un diktat) fundamentalista de otro país. La respuesta oficial, se comenta, será dejar vacante el sitio de embajador. Por lo bajo hay funcionarios que realizan comentarios ingeniosos pero poco felices, como el de consignar que los nombres de pila del ex ministro Iribarne son “Alberto Juan Bautista”. Como si esa impronta cristiana en su nombre fuera un atenuante o un atributo interesante. Nada cambiaría si Iribarne se llamara Jacobo, Mohamed o Catriel: es un ciudadano argentino, habilitado como tal para acceder a todos los cargos públicos sin otro requisito que la idoneidad.
También es lamentable la falta de voces críticas de la oposición, que suele enarbolar de modo permanente banderas republicanas. Por lo que parece, las usa sólo para cabotaje. El fundamentalismo (no sólo ni especialmente el islámico) es una negación de los valores republicanos. El intento de imponer al Estado (no a su contingente gobierno elegido democráticamente) una regla discriminatoria por motivos religiosos merecería la repulsa de toda la oposición que se autodefine como custodio de la república.
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