EL PAíS › TRAS EL NUEVO GIRO EN SEGURIDAD EN LA PROVINCIA
Daniel Scioli restituyó la figura del jefe de policía, anunció más agentes en la calle y elogió a la Bonaerense. Dice que, a cambio, espera resultados. La experiencia internacional demuestra que el gobernador tiene altas chances de quedar defraudado. Aquí, la visión comparada: países que aumentaron el número de policías y no bajaron la inseguridad. Los países con menos efectivos. El debate pobreza-delito.
› Por José Natanson
Aunque condimentada con las obligatorias alusiones a la inclusión social y la pobreza, la política de seguridad de Daniel Scioli avanza en una dirección conocida: designación de un jefe policial, promesas de sacar nueve mil agentes más a las calles y construcción de cárceles. Aún no se ha llegado a la situación de Centroamérica, donde los policías y los militares disputan las elecciones presidenciales y las leyes permiten detener a una persona por el solo hecho de tener un tatuaje, ni al extremo de Brasil, cuyo ejército utiliza a Haití como campo de entrenamiento para luego controlar la seguridad en las favelas. Pero que los otros tengan un problema mayor no implica negar el propio. Apagada la llama de Blumberg, la Argentina no llegó al punto límite en que la sociedad y la clase política recurren a las soluciones más desesperadas. Pero tampoco se encuentra tan lejos.
Mirar Centroamérica es una buena forma de pensar adónde no habría que llegar. Dejando aparte, por motivos obvios, a Colombia, los países más inseguros de la región son los centroamericanos, especialmente el triángulo norte formado por Honduras, Guatemala y El Salvador, golpeados por la combinación explosiva de pobreza, desigualdad y la herencia autoritaria de las guerras internas, un cuadro devastador al que últimamente se han sumado las maras, un fenómeno eminentemente centroamericano, cuyo inicio se vincula a los pandilleros emigrados a Los Angeles y luego deportados por Estados Unidos.
Ante la crisis, los gobiernos recurrieron a una secuencia de respuestas represivas in crescendo a través de una serie de planes igualmente inútiles, pero de nombres realmente espectaculares, y con candidaturas presidenciales al tono. El gobierno de El Salvador, tras el fracaso del Plan Mano Dura, lanzó el Plan Súper Mano Dura, y se prepara para apoyar al ex director de la Policía Nacional Civil, Rodrigo Avila, para las elecciones presidenciales del año próximo. En Guatemala, el gobierno diseñó el Plan Escoba para frenar una supuesta invasión de mareros, que sin embargo no alcanzó para detener el ascenso del líder opositor de la tolerancia cero, Otto Pérez Molina, ex general del ejército y jefe del Partido Patriota, que quedó en segundo lugar en las elecciones del año pasado. En Honduras, el candidato del Partido Nacional, Porfirio Lobo Sosa, elaboró una propuesta de combate a la delincuencia que denominó Puño Firme, gracias a la cual estuvo cerca de triunfar en las elecciones del 2005.
Las leyes se han puesto en línea con los reclamos populares de mano dura, con penas que harían las delicias del señor Blumberg. En los tres países, la edad de imputabilidad se ha bajado a los 12 años. Pero hay más: en Honduras, el Código Penal fue reformado en el 2004 para incluir penas ¡de hasta diez años de prisión! por el solo hecho de llevar un tatuaje identificable con una pandilla. En El Salvador, la ley antimaras sancionada en el 2003 permite encarcelar por marero a todo aquel que “se reúna habitualmente, haga señas o tenga símbolos como medio de identificación o que se marque el cuerpo con cicatrices o tatuajes”.
En todos los casos, la inseguridad sigue creciendo. En 2006, la tasa de homicidios en Centroamérica duplicó la de América latina: 43,4 contra 25 por cada 100 mil habitantes, según datos de la Organización Panamericana de la Salud.
En Brasil, las cosas están apenas mejor. La tasa de homicidios es de 31 por cada 100 mil habitantes, aunque un análisis más atento permite distinguir diferentes situaciones: según cifras oficiales, la tasa de homicidios sube a 50 si se toman en cuenta sólo los hombres, a 100 si se restringe el universo a los hombres jóvenes de entre 15 y 24 años, y a 200 si se limita a los hombres jóvenes que viven en una favela, en general negros.
Brasil destina una cantidad increíble de recursos a la seguridad –11 por ciento de su PBI, casi lo mismo que el PBI total de Chile– pero con un enfoque poco claro. Aunque Lula anunció, en el marco del Plan para la Aceleración del Crecimiento, una serie de medidas destinadas a urbanizar y proveer servicios en las favelas, la situación de la policía no ha cambiado mucho desde el fin de la dictadura. De hecho, la principal fuerza policial, la Policía Militar, depende del Ejército. Y la militarización incluso ha avanzado, con las brutales incursiones en los morros y decisiones como la del ex ministro de Defensa, José Viegas, quien defendió la participación de Brasil en la fuerza de Naciones Unidas en Haití con el argumento de que sería un buen entrenamiento para los militares que después se dedicarían a controlar la seguridad en las ciudades.
Basta con analizar un minuto la situación de los países desarrollados para confirmar que la clásica idea de saturar las calles de policías no es la solución al problema. Los nórdicos son siempre los ejemplos más felices. Finlandia, por ejemplo, ostenta un record notable: tiene menos policías por habitante que cualquier otro país del planeta, poquísimos presos –sólo tres mil– y, al mismo tiempo, una de las tasas de homicidios más bajas del mundo: 2 por cada 100 mil (doce veces menos que América latina). Dinamarca, con un enfoque similar, presenta una tasa de homicidios de 1,1, Noruega 0,9 y Suecia 1,2.
El contraste con Estados Unidos es notable. La tasa de homicidios es de 6,9 por cada 100 mil habitantes, tres o cuatro veces más que la de Europa, casi al nivel de los países latinoamericanos más tranquilos, como Uruguay o Chile. Esto, pese a la tolerancia cero, la pena de muerte y el hecho de contar con la mayor cantidad de presos del planeta: 1.800.000 personas tras las rejas, es decir 648 por cada 100 mil habitantes, diez veces más que Dinamarca o Suecia.
Las causas de la inseguridad son complejas, van desde la pobreza y la exclusión hasta la ruptura de los lazos familiares, la desigualdad, el quiebre de las solidaridades comunitarias, la individualización de la vida social, el repliegue del Estado, las herencias autoritarias, la globalización del crimen. No hay una única causa ni, mucho menos, una relación automática entre pobreza y delincuencia. Los dos países centroamericanos más seguros son, curiosamente, el más rico y el más pobre. Costa Rica, el único con una cierta tradición igualitarista y lo más parecido a un Estado de Bienestar que existe por esas tierras, tiene una tasa de homicidios de 5,4 por cada 100 mil habitantes. Nicaragua, el país más pobre de América latina después de Haití, ostenta una tasa de homicidios relativamente baja (8 por cada 100 mil), gracias a una serie de factores complejos: menos desigualdad que sus vecinos y una policía cercana a la comunidad heredada del sandinismo.
En Mitos y realidades sobre la criminalidad en América Latina, Bernardo Kliksberg identifica la desocupación juvenil como la principal causa de la crisis de seguridad. Uno de cada cuatro jóvenes latinoamericanos no estudia ni trabaja y sólo el 40 por ciento de los latinoamericanos termina la escuela secundaria, contra 85 por ciento en los países desarrollados, según la OCDE. “En una visión de conjunto las causas de la epidemia de criminalidad no son misteriosas. La región ha visto en las últimas décadas la agudización de los problemas sociales y las desigualdades. Ello ha multiplicado los factores de riesgo a la delincuencia. La combinación de jóvenes excluidos, que no tienen por dónde ingresar a la vida laboral, de baja educación y familias desarticuladas crea un inmenso grupo de jóvenes expuestos”, sostiene Kliksberg.
A la falta de oportunidades y expectativas habría que sumar la ineficiencia y la corrupción policial. Luiz Eduardo Soares, ex ministro de Seguridad de Brasil, es el autor de A elite da tropa, un best seller acerca de la brutalidad policial en las favelas que sirvió de base para la película del mismo nombre, una de las más vista en el 2006. En pocas palabras, Soares (Nueva Sociedad 209) explica por qué la corrupción policial y la inseguridad son parte del mismo problema. “Cuando una autoridad de la seguridad pública o un superior jerárquico le otorga a un policía licencia para matar, también le está otorgando el poder para negociar la vida y la libertad. La lógica es sencilla: si al policía no le cuesta nada matar al sospechoso (excluyendo, en ese cuadro devastador, posibles frenos morales o superyoicos), ¿qué motivo habría para preservar su vida? Quien puede más, puede menos; quien puede quitar la vida sin necesidad, también puede preservarla. Puede, por lo tanto, decidir según su arbitrio, lo que incluye la posibilidad de cobrar dinero para evitar la muerte. Y lo que vale para la vida, vale, con más razón, para la libertad. ¿Por qué detener a alguien si soltarlo puede rendir una propina? Las consecuencias son evidentes y permiten comprobar el camino que conduce de la violencia policial autorizada (irónicamente, en nombre de la eficiencia policial y de la lucha contra el crimen) a la corrupción y la degradación institucional, cuyo resultado es la impotencia en el combate a la criminalidad. Violencia policial e ineficiencia policial son dos caras de la misma moneda.”
Si se compara con el resto de América latina, la situación argentina no parece tan trágica. La tasa de 6,8 homicidios por cada 100 mil habitantes es casi cuatro veces inferior al promedio regional, cinco veces menor que la de Brasil y Venezuela y doce veces menor que la Colombia, y levemente superior a la de Chile y Uruguay.
Esto no significa que la crisis no exista, pero sirve para ponerla en perspectiva. El problema no es el problema, sino las respuestas gubernamentales. En los últimos años en la provincia de Buenos Aires, donde se produce la mitad de los homicidios del país, pasaron ministros de seguridad tan disímiles como Juan Pablo Cafiero, León Arslanian (dos veces), Luis Genoud y ¡Aldo Rico!, todos bajo gobiernos peronistas. Las políticas han sido espasmódicas, reacciones de cortísimo plazo ante los estímulos de la opinión pública, como demuestran las reformas penales blumbergianas, apoyadas masivamente por los legisladores. Los anuncios de Scioli, a los que se suman los planes de Mauricio Macri, implican el enésimo cambio de enfoque en los últimos años.
Pero quizá la responsabilidad no haya que ponerla en ellos, que al fin y al cabo nunca prometieron nada muy distinto, sino en la dificultad para elaborar una respuesta progresista consistente, en una reedición de la táctica del avestruz que tiene antecedentes infelices: en los ’80, cuando la crisis de inflación y deuda externa acabó con el modelo de sustitución de importaciones y arrasó con la popularidad de los primeros presidentes posautoritarios, la izquierda no logró construir una respuesta económica sólida, que finalmente llegó desde la derecha, con el ajuste neoliberal y el Consenso de Washington. ¿Ocurrirá lo mismo con la crisis de inseguridad? Durante años, el progresismo prefirió esquivar el tema, un poco como resultado de un diagnóstico simplista (considerar la inseguridad como un subproducto automático de la pobreza), otro poco por el rechazo a utilizar la represión legítima generado por las dictaduras, o simplemente por pereza. Mientras, la derecha fue construyendo una respuesta, ciertamente equivocada, pero respuesta al fin: más policías, más penas, más cárceles. Una década de neoliberalismo fue el resultado fatal de la falta de alternativas progresistas a la crisis de la deuda. A juzgar por las estadísticas, tal vez todavía haya tiempo para pensar una respuesta auténticamente progresista a la crisis de inseguridad. Al menos en la Argentina.
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