EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Horacio González *
Frases sobre la traición pueblan la historia de la humanidad. Pertenecen a la mitología de los grandes pastores de almas, que sienten el latido de una secreta amenaza de discípulos o aliados. Según una idea milenaria, toda conciencia se hallaría entre una proclama de lealtad y el deseo de negarla. El consuelo de los herejes siempre fue el de decir “la historia me juzgará”, lo que no deja de ser cierto pero mezquino. Siempre los acontecimientos colectivos y las lógicas complejas superan en el tiempo a las pasiones personales. Pero la historia nunca juzga, pues es mera acumulación de reinterpretaciones y en el fondo no hay nada más atemporal que las pasiones.
Quizá sólo algunos espíritus privilegiados tengan derecho a la traición. Otros hombres que expresan una vida aguachenta podrán pensar que con una traición se redimen. En su famoso cuento sobre la traición, Borges demuestra que el héroe se fabrica con los ingredientes de una impensada pero necesaria defección. Sin embargo, la historia procede de forma diferente. Suele trabajar con hombres anodinos a los que pone en situaciones irreversibles. A partir del estropajo de la vida, alguien puede tomar una decisión irrevocable que desvía el curso de las cosas.
Pero no conviene explicar con estas referencias el modesto caso de Cobos, que intentó padecer primero y luego se convirtió en insensato cosechero de lo que se había producido. Lo esperaba el ditirambo de la mitad del país dividido, al que ofreció la escisión correspondiente de su propia conciencia. Dijo actuar en nombre de la ley doméstica en vez de atender la razón institucional, excusa que surge más de la experiencia de los momentos de disolución social que del invento griego de una razón familiar autodestructiva por encima de la objetividad de la historia. Cobos no es un Labdácida y está muy lejos de Tebas. Escuchar su balbuceo el jueves a la noche era impresionante. No existía más el Estado. Existía el mascullo del que creía que era bueno perder la dignidad pública en nombre de un argumento antiquísimo: la consulta con la familia.
He aquí la paradoja. Esa “consulta” era reaccionaria. Y el Estado, débil, problemático y anonadado, era progresista. Cobos habló de consenso, pero su consenso era una parte exquisita y concreta de la propia división social. Su voto fortalecía el camino del cisma y no de su cura. Pero las naciones comienzan siempre por ser bifurcaciones y, si las naciones prosiguen, es porque en cada momento hay fórmulas de convivencia verosímiles, grados aceptables de equilibrio, disputas sobre la interpretación del pasado o constantes luchas por relaciones entre las partes que podrían ser más equitativas. La “unión nacional” es siempre un estadio provisorio de fuerzas, una manera de convencer al resto de que el trato obtenido, aunque sea injusto, es una ilusión viable a cambio de diferir una guerra. La historia la podrán escribir “los que ganan” pero no hay nación sin la memoria de los lastimados. Lo que quiso decir Cobos es que era posible dividir la institución gubernamental en nombre de no dividir más al país. Fórmula presuntamente pacifista pero engañosa.
El deber del Gobierno era y es llevar la disensión en ambientes de debate compartidos y con probados recursos resolutivos de índole democrática: el Parlamento, la argumentación en plaza pública, el movimiento de combate intelectual en la prensa y en la esfera pública en general. ¿Alguien puede asustarse de eso? Es el ágora nacional en torsión y movimiento. El deber del vicepresidente era el de no imaginar que seguiría siendo un hombre libre si se convertía en una pieza inesperada del vasto movimiento de contestación de las nuevas clases urbanas y rurales, con sus simbologías de vindicta renovadas. Ellas se hallan envueltas en una redefinición del país social, la más conservadora y beligerante de la que tenga memoria en por lo menos las última cinco décadas. Cobos viaja como Pipo Pescador en su automóvil. Pero ahora sí es un hombre prisionero.
No hace falta decir más. Cobos no pudo pensarse él mismo, no sabe lo fundamental de sí, aunque módicas astucias no le falten. Será olvidado o invitado todos los domingos a la televisión. Hablará del tránsito en la Fiesta de la Vendimia o de la vendimia de las almas en tránsito. Poco importa. Lo que ahora resultaría necesario es replantear con más agudeza la relación entre la justicia última sobre el producto que genera la nación con su trabajo y el modo en que se hacen políticos los hombres políticos. Se trata este último tema también de una cuestión de justicia. Pero de una justicia autorreflexiva. Acusar a los “ardorosos” y acudir diariamente a la palabra “crispación” se convirtió hace tiempo en la condena que señala a los hombres presuntamente peligrosos. A la inversa, ciertos personajes se tornan políticos para ofrecer intermediaciones a los núcleos clásicos de poder y describen su acción como una forma de atenuar el conflicto y “combatir a los confrontativos”. ¿Su modelo puede ser el sosegado Biolcati? ¡Como si estos inventados caballeros, en nombre de la astucia de la razón hubieran mandado a la lucha a las pobres pasiones de un Cobos, un Buzzi, un De Angeli!
Pero no es verdaderamente así. Hay astucia pero más pesaron los pensamientos velados. Permanentemente, en las ristras de escarnio y miasmas de opinión que continúan como detritus complementario los artículos de muchos diarios, la locura es una insinuación. Las terminologías insultantes flotan en el ambiente. Se atribuyen civilización y se conjuran contra la barbarie. Pueden prescindir de escritos magistrales y alojarse en una frase distraída del noticiero de la tarde o en el detritus del triste anónimo que así nomás la prensa publica so capa de “participación del lector”. Miles y miles fueron vicepresidentes y vicarios de estos lenguajes masivos que ofuscaron a la democracia política, social y económica que se insinúa.
En nombre de esas secretas deidades se pone en marcha la purificación de la política. Muchas veces subyace remotamente la pulcritud de la tríada “Dios, Patria, Hogar” en los temas aparentemente erráticos que se escuchan a diario, otras veces el mundo demasiado erizado obliga a invocar un refugio de rutina en la familia vista como desahogo de la impureza. Los lenguajes usados salen de vetustas sentinas. Por eso no se puede eliminar de la política la idea de traición. Es su manera esencial de ser inestable, su elogio del desvío final que se presentaría como un gesto de salvación. La traición no lo sería si el desvío lo anuncia un sacrificado con grandes argumentaciones, a veces con gestos últimos. Por eso, el honor, su contrario, puede llevar a otras soluciones en desuso, de la estirpe de un Lugones, un Vargas. Hay traiciones porque no puede ser el suicidio la base de lo político. Hay traiciones porque no puede la conciencia del político ser una pieza sin costuras sino un eslabón donde se expanden las luchas sociales. El concepto de traición es la efímera forma de convocar al ámbito común intransigente y justificar las propias desconfianzas.
Más allá de las interpretaciones en curso, las escenas finales del debate del jueves tuvieron una estatura dramática excepcional, que iban del rostro de Pichetto al farfullo de Cobos, del inútil pedido de cuarto intermedio a las frases terribles que se pronunciaron, del aire confesional de uno al recuerdo de sentencias de resonancia escalofriante del otro. Han retumbado en toda la república. Me permito opinar que no se puede dejar de pensar en ello, pero lo ocurrido –“hazlo ahora”– no debe ser motivo de dictamen sino de constricción, no de condena sino de lamento, no de denuncia sino de elipsis pudorosa. Hay que hacer más sensibles a las instituciones, descubrir lo que aún no sabemos, posibilitar que el denuesto que desearíamos lanzar quede retenido en el umbral interno de la conciencia y esmerar los argumentos de justicia pública, social, cotidiana y colectiva. Como dijo Simón Rodríguez, el gran maestro de Bolívar, o inventamos o erramos.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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