EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Miguel Gaya *
No hay peores propagandistas del olvido y “la reconciliación” que los propios represores. Las exhortaciones al futuro de los grandes empresarios, las invocaciones al perdón de la Iglesia, la vuelta de página por la que clama un sector de los medios, se derriten como hielo cada vez que las bocas infernales de los esbirros se abren ante la prensa.
No son viejitos perseguidos por un puñado de rencorosos. Son octogenarios, pero monstruosos. Su bajeza moral, su condición de cloaca del terrorismo más cruel se evidencian cada vez que la televisión, un micrófono o una inocente cámara de fotos se les cruza en el camino. El facón de Menéndez, el bastón de Verplatsen, las garras de Von Wernich, las miserables justificaciones de Bussi, son pruebas irrefutables de sus crímenes, tanto como de su voluntad de mantenerse más allá de todo arrepentimiento o perdón.
Sin embargo, una porción importante de los jueces que a paso cansino los juzgan considera que sus caras, dichos e imposturas deben escamotearse a la sociedad, deben estar lejos de los fotógrafos, los periódicos y la televisión. Prohíben el ingreso de la prensa, restringen la posibilidad de tomar sus imágenes o reproducir sus dichos al ser juzgados por sus crímenes. ¿Por qué?
La dictadura que organizó e impulsó el terrorismo de Estado necesitó de esos esbirros irredentos. Pero también de la complicidad y el silencio de muchos, muchos más, en el Estado y fuera de él, que así convalidaron los peores crímenes que esta sociedad ha padecido.
Ese silencio les ha permitido mantener sus bellas almas lejos del lodo y la sangre, lejos de la “noche y niebla” de la Argentina, y apelar, cómo no, a la “reconciliación” y el olvido como última coartada exculpatoria. Una consecuencia secundaria del silencio, pero igual de repugnante.
Permitir el ingreso de la prensa a los juicios es, justamente, condición inexcusable para devolverle su carácter público. En las sociedades modernas, no hay juicio público sin prensa que los dé a conocer. Las condiciones en las cuales se desenvolverá su trabajo, el resguardo de las pruebas y la seguridad de los testigos podrá ser materia de regulación en cada caso, pero nunca excusa para impedir que los juicios tomen el estado público que merecen.
Si los juicios se difunden, si el proceso y las sentencias se consolidan en el escrutinio de la sociedad, no habrá excusas para disimular lo que pasó, ni para disfrazarlos de revanchas inexistentes, ni para dudar de la ecuanimidad e independencia de los propios jueces. Los señores magistrados no sólo juzgan hechos aberrantes del pasado. Legislan para el futuro. El nuestro.
* Abogado Argra.
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