EL PAíS • SUBNOTA
› Por Ariel Alvarez Valdés
Según la Biblia, Dios formó a Adán, el primer hombre, con barro del suelo. De una costilla suya hizo a Eva, su mujer. Y luego los colocó en medio de un paraíso fantástico. Ambos vivían desnudos sin avergonzarse, y Dios, por las tardes, solía bajar a visitarlos y a charlar con ellos (Génesis 2).
Esta historia, que nos entusiasmaba cuando éramos niños, nos pone en serias dificultades ahora que somos grandes. La ciencia moderna ha demostrado que el hombre ha ido evolucionando a partir de seres inferiores, desde el Australopitecus, hace unos tres millones de años, pasando por el Homo erectus, el Homo habilis y el Homo sapiens, hasta llegar al hombre actual.
Hoy sabemos, pues, que el hombre no fue formado ni de barro ni de una costilla, que al principio no hubo una sola pareja sino varias; y que los primeros hombres eran primitivos, no dotados de sabiduría ni perfección.
¿Por qué la Biblia relata de esta manera la creación del hombre y de la mujer? Sencillamente porque se trata de una parábola, de un relato imaginario que pretende dejar una enseñanza a la gente.
La compuso un anónimo catequista hebreo, a quien los estudiosos llaman el “yahvista”, alrededor del siglo X a.C. En aquel tiempo no se tenía ni idea de la Teoría de la Evolución. Pero como su propósito no era el de dar una explicación científica sobre el origen del hombre sino el de proveer un acercamiento religioso a él, eligió una narración en la cual cada uno de los detalles tiene un mensaje religioso, según la mentalidad de la época.
Fragmento de un texto del mismo título, escrito por el sacerdote censurado.
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