EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
El “Derecho garantizado para la niñez” (Dgn, en adelante) puesto en marcha en la provincia de Buenos Aires es un programa de ingresos, focalizado en un sector acotado de la población más desvalida. Es, de cajón, un subsidio al consumo que se traducirá en gasto inmediato, a efectuarse en los lugares donde viven las familias en cuestión, seguramente en pequeños comercios barriales. O sea, un impulso a la demanda, un envión para las pymes y para el “compre nacional”. Son instrumentos keynesianos, lo que recomiendan los libros ante una etapa en la que, aunque se evite la recesión, aminorará el crecimiento.
El Dgn se aplicará en 2009 en algunos partidos del conurbano bonaerense. La restricción no tiene lógica conceptual ni ética. Se excusa por la urgencia y por las restricciones para financiar el programa en toda la provincia. La desigualdad entre personas igualmente necesitadas es cuestionable y sólo será tolerable si, como promete el gobierno provincial, el beneficio se amplía en un plazo relativamente corto hasta cubrir a todos los chicos de la provincia, de condición similar.
También es controvertible la limitación en la edad de los menores. Seis años es un techo bajo para un subsidio de esta naturaleza, que cesa cuando el menor comienza la escuela primaria, cuando sale a la calle, cuando cuesta más mantenerlo y cuando empieza a estar expuesto a tentaciones que lo alejen del estudio o de la tutela familiar. Nuevamente, la limitante es presupuestaria. El impacto fiscal, con todos esos recortes territoriales y etarios, sigue siendo significativo: se lo estima en 50 millones de pesos para 2009.
Con todas esas prevenciones puestas por delante, digamos que la medida marca un hito para la concreción de la asignación familiar universal por hijo, una bandera progresista del siglo XXI, acaso la más novedosa y la más estimulante. Implantar en la provincia más importante y poblada un programa orientado a ese horizonte es un salto cualitativo. Falta mucho, se atajará el lector con razón, pero se ha dado un gran paso para cambiar el esquema de las políticas sociales.
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El ingreso universal es una asignación otorgada por el Estado a todos los ciudadanos, por el solo hecho de serlo, sin exigencia de contrapartida. Su objetivo es preservar el ejercicio de la ciudadanía, mutilado si no se tienen cubiertas ciertas necesidades económicas básicas. La idea es que, a despecho de los vaivenes del mercado de trabajo, todo ciudadano necesita recursos para poder ejercitar las libertades constitucionales.
El ingreso universal se viene discutiendo de modo creciente por el mundo, crecen los casos de aplicaciones en determinadas comunidades. Acaso primereó el Estado de Alaska, que afectó fondos provenientes de la renta petrolera, la finalidad era motivar el arraigo de población en una zona muy dura.
En la Argentina, adquirió sonoridad pública a partir de las movilizaciones del Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo). La CTA fue desde el inicio la principal promotora. El ARI la acompañó y lo siguen haciendo sus dos vertientes, la Coalición Cívica y el SI después de su división. La propuesta fue ganando adhesiones en los partidos tradicionales y en sectores de opinión. Con el tiempo se fue reconfigurando: del planteo “puro” del ingreso universal para cada ciudadano se derivó a la asignación familiar universal por hijo. Varios motivos incidieron en ese acomodamiento, no fue menor el de sostener la aceptación social. La experiencia del Plan Jefas y Jefes de Hogar (JJDH) encendió un alerta: hay reacciones de sospecha y hasta de estigmatización contra los desocupados que reciben subsidios, aun entre sus compañeros de clase. Poner en cabeza de los menores el beneficio blinda su reputación en una sociedad cuyo imaginario enaltece los valores familiares y la inserción por vía de la educación pública. Además, como señaló ayer el ministro Daniel Arroyo, restringir la asignación familiar (un plus salarial, mirado desde el bolsillo) a los trabajadores formales agranda la distancia entre éstos y los que changuean o están desocupados.
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El plan JJDH, una acción reparadora tomada en el momento justo, se legisló como universal pero la cantidad de inscripciones llevó al gobierno duhaldista a cerrar el cupo. Fue, de cualquier modo, un precedente notable, lanzado en lo más hondo de la malaria.
El Plan de Inclusión Social vigente en San Luis desde hace muchos años es el caso más acabado de un programa de ingresos universal en Argentina. Se extiende a todos los trabajadores desocupados, se amplía con cobertura en la obra social provincial y con una ART. Fija contraprestación en labores para el Estado y llega a mensualidades significativas. Llegó a proteger a más de 60 mil personas, en una provincia chica. Al mejorar el nivel de empleo, la cobertura bajó.
Los alcances de la movida iniciada ayer son menores que esos dos antecedentes, pero el momento, el territorio y la promesa de extensión le dan una virtualidad enorme, tributaria de lo ya construido.
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No se sabe cuántos pibes serán incluidos en la primera tanda, se estiman entre 60 mil y 70 mil. Son aproximaciones, no hay un censo preciso de las familias en condiciones de inscribirse. La gestión del padrón de beneficiarios, a cargo de las municipalidades, será el primer desafío de gestión, habrá muchos otros. La implementación de una norma promisoria puede resentirla o, en el extremo, frustrarla del todo. El gobierno provincial deberá cimentar su decisión día a día. Y deberá honrar su compromiso de ir extendiendo el subsidio, para que la acción no quede reducida a una fallida prueba piloto.
El futuro también depende del accionar de las organizaciones sociales y políticas que instalaron la discusión, la bancaron, la llenaron de contenido, le insuflaron masa crítica por vía de la movilización y el debate. Lo hicieron en contextos ominosos y desatentos, los vientos de la época son más propicios, el Dgn amplía el plafond, lo legitima.
El gobierno nacional, en su primer nivel, miró siempre con desconfianza los reclamos por alguna variante de ingreso universal. Los leyó como una híper demanda opositora y como una institución contradictoria con su “modelo”. El recelo tiene varias patas, una es el clientelismo que escatima beneficios universales en aras de la discrecionalidad del funcionario. No es la única, también hay una valoración del trabajo como núcleo de la inserción y el salario como motor del consumo o de la economía, a secas. A los ojos del cronista, esa apología del “modelo” ya estaba desfasada hace un año o dos cuando era notorio que el crecimiento no se bastaba para achicar la brecha al interior de la clase trabajadora ni para proveer a todos los laburantes empleos de calidad y buenos salarios.
Como fuera, el presupuesto tácito del “modelo” era el crecimiento ininterrumpido y el mantenimiento de las variables referidas al comercio exterior. Esa continuidad fue interrumpida bruscamente, lo que agiganta la urgencia de pensar en nuevas formas de activar la economía doméstica por el lado del consumo y de atender a los más sumergidos.
Están en agenda, en buena hora, subsidios a la demanda de sectores medios-altos (para venta de automotores) y también para quienes sin serlo tienen ingresos fijos (electrodomésticos). Un imperativo de justicia exige contemplar a los que necesitan inyección de dinero para parar la olla a diario. Diferirlo al crecimiento del empleo, imposible en el corto plazo, sería acentuar las desigualdades.
La propuesta conocida ayer tiene funcionalidades inmediatas, en el mercado interno y en el consumo. Pero la potencialidad de un nuevo derecho trasciende esa instrumentalidad. Se habla de mejorar el conjunto de derechos sociales, un campo en el que la Argentina fue pionera y que no tiene aportes de trascendencia desde hace más de treinta años.
El futuro está abierto, no es simple ni está garantizado, pero es mejor el horizonte abierto a la acción y a la creatividad de gobierno, oposición, sindicatos y movimientos sociales.
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