Dom 08.03.2009

EL PAíS • SUBNOTA

Que la corten

› Por Mario Wainfeld

El debate fue promovido por la Presidenta, en su discurso ante el Congreso. Su reproche al Poder Judicial fue respondido por la jueza Carmen Argibay, ambas cosecharon adhesiones previsibles, la polémica subió de tono y perdió calidad. Es bueno (e inédito) que las cabezas de dos poderes del Estado se comprometan tanto con los juicios sobre delitos de lesa humanidad. Y, como recalcó un medido documento del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), es revelador de la independencia de esta Corte. El problema, a esta altura de las discusiones, es que la obcecación en ver la paja en el ojo ajeno y la falta de introspección para repasar el territorio propio parecen avanzar en exceso.

Los cortesanos tienen derecho a reclamar mejoras en su presupuesto y a remarcar la demora en designaciones de magistrados. Pero el reflejo corporativo (también aludido por el CELS) les hace olvidar lo evidente: las demoras de los Tribunales se explican en buena medida dentro de sus paredes. Jueces o camaristas (como los de la Casación Penal de la Capital) que se sientan sobre los expedientes, otros que se excusan de intervenir invocando causales inexistentes en la ley o hasta sarcásticas (relación de compadrazgo con una de las partes o rangos de parentesco más lejanos que los admitidos) son los ejemplos más burdos. Hay otros magistrados que envían el expediente principal a una instancia superior durante meses para sustanciar un trámite parcial (“incidente”, en jerga procesal) en vez de sacar fotocopias y no paralizar la causa. Cero voluntad para restringir chicanas de los defensores, que el Tribunal tiene el deber de poner en práctica sin que eso menoscabe el derecho de defensa. Hay mucho más, amén de la afinidad ideológica de tantos jueces con los represores, que se transforma en militancia forense. Un mal que los cortesanos conocen pero disimulan por un mal entendido espíritu de cuerpo.

A su turno, el Ejecutivo tiene sus rémoras. Una de ellas es la intervención de la Secretaría de Derechos Humanos como querellante en causas donde existen otros querellantes y fiscales eficaces. En esos expedientes, sumar acusadores no obra mejoras pero sí ralenta los trámites. Ese activismo, se aclara, es necesario en algunos lugares donde no hay querellantes ni apoyo mediático o de la sociedad civil. No es funcional en megacausas donde los intereses de las víctimas están debidamente representados.

Tampoco es exacto que el Ejecutivo y el Legislativo no puedan, a la luz de la experiencia, promover leyes de procedimiento que dinamicen las causas.

La discusión hace a la calidad institucional, incluso al orgullo de los protagonistas, en tal sentido es bienvenida. Pero será contraproducente si no deriva en cooperación entre los poderes, en pos de los objetivos que comparten.

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