EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
La película se tituló en Argentina Caballero sin espada, la filmó Frank Capra hace 70 años. La protagonizó James Stewart, quien encarnaba a un ciudadano normal, Jefferson Smith, llegado medio de chiripa a senador. La trama lo llevaba a una situación límite, enfrentar una trama de corrupción promovida por empresarios y políticos inescrupulosos. Smith, en atronadora soledad y rodeado de un batallón de enemigos (empresarios, senadores y periodistas), toma la palabra. Sabe que perderá la votación de modo arrasador, acude a un recurso usual en la práctica parlamentaria americana que persiste hasta hoy y se llama “filibusterismo”. No tiene tiempo determinado para exponer, sabe que cuando calle se consumará la injusticia. Entonces, Smith habla sin parar durante 23 horas denunciando a los demás, dando testimonio de su convicción poniendo el cuerpo y dándole a la lengua. Pone el cuerpo hasta caer exhausto. Su obstinación, su ejemplo, consiguen torcer la situación, romper la espiral de complicidades y silencio.
Stewart, como Henry Fonda haciendo de jurado en Doce hombres en pugna, encarna al noble ideal norteamericano, mixturado con el credo individualista: es una persona que consigue torcer las desviaciones del sistema. La película tiene un final feliz, edificante. Releída con escepticismo o realismo costumbrista podría quedar una duda agridulce: ¿qué hubiera pasado con las instituciones sin ese hombre providencial, puesto de punta con las mayorías? Como fuera, la moraleja es noble: la palabra política, bien usada, endereza entuertos.
La inolvidable película invadió la memoria del cronista cuando la crónica de esta semana dio cuenta de la praxis de la ministra de Salud del Chaco, Sandra Mendoza, en el Parlamento de su provincia. Mendoza también se pegó al micrófono y expuso durante horas, para desgastar a la oposición que le pedía cuentas por las acciones públicas contra el dengue. A diferencia del bueno de Smith, Mendoza malversó el don de la palabra, hizo un uso berreta del micrófono, desvirtuó la esencia del debate público, sacó ventaja, no habló para esclarecer sino para que otros callaran.
La historia, parafraseó este escriba una frase genial, a veces se escribe como elegía y otras como parodia. O como berretada. El discurso es un recurso para luchar por las ideas pero puede ser una forma solapada de mordaza.
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Varios de los presidentes que lideran un cambio en América del Sur son oradores interesantes, en registros tan variados como sus países o sus gobiernos. Hugo Chávez es un populista seductor, verborrágico, eventualmente mesiánico y dotado de un inusual manejo escénico. Días atrás hizo un clímax cuando le entregó a Barack Obama un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. Es sugestivo, se lo moteja de dictador o de salvaje, pero su mensaje al imperio que legalizó la tortura en el siglo XXI no fue un grito ni un panfleto. Fue un libro, un clásico inalcanzable en su género. Nada mal para un caudillo, que tiene más lecturas que la mayoría de los analistas que lo fulminan.
Evo Morales es único cuando habla. Su cultura, distinta a la de otros mandatarios, se trasunta en su modo de relatar, de construir las frases y el relato. Es enérgico y modesto a la vez, trasunta convicción en cada una de sus palabras.
Rafael Correa proviene de una elite y tiene una formación superior en ciencias sociales. La hace flamear cuando razona pero también sabe dirigirse a las masas y hasta “se tomó la molestia” de aprender una lengua originaria para acercarse a su pueblo. Todo un ejemplo para dirigentes–empresarios argentinos que se ven en figurillas para manejarse correctamente en castellano.
Cristina Fernández de Kirchner tiene dotes altas que amasó siendo parlamentaria, es una enunciadora de calidad. Explica sus premisas, describe, maneja un vocabulario complejo, prefiere el modo didáctico a elevar la voz.
Lula da Silva, un obrero que se forjó en la miseria y en la militancia sindical, sabe combinar registros surtidos. Dio una nueva lección en su paso por Buenos Aires. Tomó un poco en solfa a los paradigmas dominantes en los ’90. Dio cuenta del desconcierto de los integrantes del G-20 frente al colapso mundial, subrayó que los vio “humildes” por primera vez en su vida. “Todos buscaban a otro que tuviera la solución a la crisis”, sonreía. Rememoró cuando prescribían recetas a su país y al nuestro y se felicitó por haberse liberado de esa indeseable tutela. Se ingenió para despojar de agresividad a su mensaje sin limar su sustancia. La presencia de un presidente de una potencia que destacó la alianza estratégica con Argentina, la mejor etapa de la historia común, la existencia de intereses objetivos conjuntos bien defendidos en los últimos años no mereció mención de tapa en los dos diarios más vendidos de nuestro país. Es menos relevante que la mortandad de 21 petisos de polo en Estados Unidos, por caso.
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Gabriela Michetti es la candidata más taquillera de PRO en Capital. Su partido la necesita para conservar su primacía distrital y apuntar a la proyección nacional, que le cuesta mucho. Su jefe político, Mauricio Macri, en compañía de sus aliados Francisco de Narváez y Felipe Solá le requerían que encabezara la lista a diputados nacionales. Para hacerlo, debía desmentir su promesa de permanecer los cuatro años de su mandato como vicejefa de Gobierno. Decidió hacerlo, una maniobra que tiene sus lados grises pero que comulga con la necesidad política de su “espacio”. Presentó esa jugada táctica con un relato empalagoso, ocultando lo esencial. Habló de sus emociones, de sus retortijones pero quiso gambetear la verdad, grande como una casa. Sus adláteres la aplaudieron, nadie le creyó. Las encuestas, que le son propicias, registraron un bajón de su imagen y su intención de voto, que siguen siendo elevadas. Un discurso sin sustancia, sin épica, hecho de sustracciones, bajó el nivel de la campaña, lo que ya es decir.
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El desprestigio de la política es un dato preocupante y una estrategia de factores del poder económico que, en estas pampas, patean con las dos piernas en materia institucional. El discurso es una herramienta de los protagonistas de la vida pública para sostener al sistema democrático, un área donde (se supone) las mayorías se construyen sumando personas y no capitales. Una ligera reseña de momentos de esta semana anodina revela los usos y abusos posibles de ese recurso que un estadista, de un país hermano, supo elevar a un nivel tan difícil de empardar como digno de emular.
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