- Pesadilla. Nueva Delhi tiene trece millones de habitantes. Se puede tardar cuatro horas para hacer diez kilómetros. Es una ciudad donde la vida útil de las cosas refleja otro tiempo: autos, bicicletas, carros y motos –muchas motos– parecen sobrevivientes de no se sabe cuántas décadas y, contrariando toda lógica, andan. No sólo se desplazan sino que cargan a miles de personas cada día. Para agilizar el tránsito están los Ricsa, unas motitos cubiertas, de tres ruedas, que funcionan como taxis y sortean los obstáculos con una habilidad a prueba de suicidas.

- Turbante. No hay muchos indios que hablen castellano con fluidez y menos que hayan vivido quince años en la Argentina. Partap Singh es uno de ellos y aprovecha su expertise para departir con empresarios y funcionarios. Tiene un hijo que nació en la Argentina y, además de incursionar por el turismo y la meditación, pergeña un método para estrechar lazos interculturales. “Voy a llevar a cincuenta indios para que se casen en Buenos Aires”, repite este émulo de Roberto Galán con turbante. Un indio que aprendió algo más que el idioma.

- Un trago. Mientras analizaba la posibilidad de salir de la burbuja del hotel para recorrer Nueva Delhi, el gobernador de San Juan, José Luis Gioja, pensaba en los millones de indios como atracción para abrir negocios. “Con que cada uno de los 1100 millones tome una copa de vino por día, estamos hechos”, bromeaba. También hablaba de la posible concreción del corredor bioceánico que unirá Porto Alegre, pasando por Rosario, Córdoba, San Juan para salir por Chile y así exportar directamente por el Pacífico hacia Oriente.

- Miradas. Los ojos renegridos, penetrantes, sostienen la mirada con la misma impunidad del visitante que los escudriña. En Nueva Delhi, hombres y mujeres deambulan en un eterno continuo en el que los turistas son presas para el regateo sin fin. Todo precio puede ir mutando sin aparente razón, un juego en el que la venta pierde gracia sino se envuelve en el ritual.