EL PAíS
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Por qué se pelean
› Por Martín Granovsky
Aldo Pignanelli es el funcionario más próximo al establishment y Roberto Lavagna el más cercano al pueblo? ¿Lavagna es la industria y Pignanelli el sector financiero? ¿Uno es el mercado interno y el otro la apertura ridícula? Oponer tanto a Lavagna y Pignanelli es un poco ridículo. Pero hay algo que se llama política, y en el imaginario de la política uno ocupa el lugar correspondiente a lo que hace al tiempo que concentra unas percepciones y rechaza otras.
Cuando Jorge Remes Lenicov renunció, una parte del duhaldismo peleó por el ortodoxo Guillermo Calvo con el sencillo argumento de que si hay que sufrir suframos, pero rápido, y si hay que entregar entreguemos, pero ya. Relájate y goza. Lo mismo ocurrió después con Mario Blejer, que provocó el entusiasmo de duhaldistas de la primera hora como el actual embajador en los Estados Unidos Eduardo Amadeo.
Así, la figura de Lavagna quedó conformada políticamente por una doble construcción. Por un lado pesó su proyecto de vincularse con la economía real y abandonar el ideologismo tonto de los consultores de la City. Por otro lado su imagen se hizo más nítida gracias a la imagen inversa, representada por la idea de agradar a Washington con el simple trámite de darle lo que, a ojos argentinos, Washington quiere. Pignanelli no es Blejer, un burócrata del Fondo, pero en el juego político que se armó con Lavagna quedó como el más cercano al Fondo. La pelea de ambos tiene mucho de vanidades personales, como toda pelea política, pero cada chisporroteo remite a lo que representan uno y otro en el escenario.
Sin embargo, hay más que imaginarios, juegos de poder y vericuetos de la interna peronista en las crisis permanentes entre los ministros de Economía y los presidentes del Banco Central. Durante años, la ortodoxia liberal sostuvo que los países de América latina debían comportarse como Alemania, donde el Bundesbank tiene una independencia absoluta. El recuerdo de la hiperinflación sirvió a los ortodoxos para que mucha gente pensara que, efectivamente, la moneda era una cosa demasiado seria para dejársela a los políticos y prefiriera entregársela a los bancos extranjeros y los organismos multilaterales. El resultado fue como ya se sabe: sin política monetaria y con la pauta cambiaria atada por la trampa de la convertibilidad, ser ministro de Economía consistía solo en discutir cuánto se achicaba el déficit mientras subían las tasas de interés.
Igual que en Brasil, donde Lula insiste en que sí cambiará al presidente del Banco Central, al revés de lo que pide el mercado, y que le dará autonomía pero no independencia, aquí el fondo de la pelea entre Economía y el Banco Central es la posibilidad de que el Ejecutivo cuente o no con política monetaria. Es que la moneda es algo demasiado serio como para tirarla por el aire. Demostrado el fracaso liberal, lo que antes era pecado original ahora volvió a ser una tentación interesante.
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