EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
Martín Redrado habló de su tema favorito, él mismo. Fue en términos encomiásticos. Las palabras que más repitió fueron “instituciones” y “república” (o sus modismos) para aludir al objeto de sus desvelos y “técnico” para pintar su autorretrato. Demasiados adverbios de modo y reiteraciones de palabras en una misma frase dieron señales de nerviosismo. El resto fue su número habitual: sonrisas, uso del nombre de pila como vocativo para dirigirse a ciertos periodistas, manejo escénico. El mechón estudiadamente rebelde también se mantuvo en regla.
Para quien colaboró casi seis años con un gobierno centralizado y decisionista con el que rompió de modo abrupto, en medio de graves acusaciones, es un bruto desafío explicar qué diferencia a la convivencia prolongada del brusco final. Redrado lo resolvió de un modo sencillo, infantil y fabulador. Se adjudicó todas las virtudes de la política económica kirchnerista y narró ese largo período como una sucesión de pulseadas que les ganó a dos presidentes. Se presentó como el que puso dique a la compra de YPF-Repsol, a un pretenso delirio devaluatorio de la pareja presidencial. Y hasta se preció de haber desmentido con sus actos las profecías sobre una cotización estratosférica del dólar a fines de 2009. Soslayó que esas agorerías provenían de la oposición, de los medios antagónicos al Gobierno y de varios colegas suyos, “técnicos” al fin.
También se atribuyó la flotación administrada y la voluntad de poseer reservas abundantes que fue política (y bandera) de los Kirchner desde antes de su llegada y (todo lo indica) lo seguirá siendo ahora.
Si un politólogo sueco poco avisado hubiera aterrizado ayer en la conferencia de prensa podría haber concluido que el Golden Boy era un tipo de fierro, que fue quebrando la feble voluntad de Néstor y Cristina Kirchner. El problema es que ese relato no le cabe a ningún argentino medianamente informado. Adolece de falsedad y lo que es peor, de inverosimilitud. Nadie proclama, nadie cree que cualquiera puede llevar de la nariz o pararles el carro a cada rato a los Kirchner.
Mendaz y engreído, Redrado contó una fábula que tendrá pocos creyentes. Su trayectoria en el último mes es, al unísono, espectacular e instructiva. Saltó al estrellato en su defensa “de la República” y de las incumbencias del Banco Central. Por pocos días fue el héroe del Grupo “A” y de los medios que lo conducen. Confrontó, ahora sí, con la Casa Rosada y propició un debate en el que el Gobierno debió retroceder y conceder. Cuando su bandera era la de todos y primaba, debió pensar en dar el paso al costado. Se engolosinó, siguió hablando.
Aunque ya deshilachados sus lazos con la oposición, todavía podía salvar la ropa cuando los tribunales lo privaron de la medida cautelar que lo reponía y al mismo tiempo impusieron que el Fondo del Bicentenario debía pasar por el Congreso. Pero se durmió en los laureles, embelesado frente al espejo.
Cometió varios errores no forzados. Bartoleó amenazas en sucesivos off the record. Tuvo un traspié cuando desmintió a Clarín, su principal sponsor. Le mandó un ultimátum descalificatorio a la Bicameral, embroncando a sus dos integrantes opositores.
La dirigencia opositora se hastió de un recién llegado que quería ponerse en el pelotón de punta de los expectables para el 2011. Con el tema relevante en el Parlamento, Redrado estaba de más. Su ambición y egolatría suscitaron runrunes en la propia city, se convirtió en un escollo para la reparación institucional.
Hace pocas semanas era, para la Vulgata de centroderecha, un “baluarte de la República”. Ahora lo elogiarán pocos, y sólo por una ración módica de sus actos. En el terreno de la ambición personal, le faltó timing. En el institucional fue un irresponsable. En lo político un converso serial, tardío para colmo.
El Ejecutivo, de movida, eligió no tomar en cuenta la renuncia. Ansía, a esta altura de la velada, que se redondee el trámite parlamentario y despedirlo de acuerdo al artículo 9 de la Carta Orgánica del Central, o sea “por incumplimiento de los deberes de funcionario público”. Queda por verse si la Bicameral emite los “consejos”. Si así fuera, el politólogo sueco se asombraría al cotejar las diferencias que tendrán con el “canto a mí mismo” de ayer.
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