EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Irina Hauser
Releo mi propia crónica del día en que, hace muy poco, Raúl Zaffaroni presentaba su libro La palabra de los muertos, y me recorre un escalofrío. Es su obra, explicaba él mismo, en la que se propuso el “objetivo políticosocial” de desafiar a la “criminología mediática”, aquella que construye desde el discurso de los medios un mundo amenazado por males como el delito común y el terrorismo, que alimenta la paranoia y el miedo, estigmatiza a las minorías y los más vulnerables al tiempo que exalta respuestas vengativas, de castigo y ajusticiamiento. Con la serenidad y la acidez que lo caracterizan, Zaffaroni miró al público que desbordaba la sala más grande de la Feria del Libro y soltó una frase prácticamente premonitoria: “Empiezo a sentir miedo de lo que escribí”. El impresionante libro del juez supremo, que tiene la gran virtud de estar escrito en un lenguaje accesible, postula que esa criminología creada y alimentada desde los diarios y medios audiovisuales invisibiliza las grandes masacres de la historia del mundo y las que llama “matanzas por goteo”, menos evidentes, más lentas pero no menos nocivas, como las torturas, los muertos en las cárceles, las víctimas del uso irresponsable de armas y hasta las ejecuciones sin proceso. La violencia propia de un Estado policial o gendarme, que exhiben ejemplos cotidianos.
Es difícil imaginar que la gente de la ONG La Alameda se haya propuesto a conciencia hacer de Zaffaroni el ejemplo vivo de su propia teoría, pero es la muestra de que probablemente él estaba en lo cierto con lo que escribió. Gran parte de los medios y de la oposición lo condenaron antes siquiera de escucharlo. Era evidente que la denuncia de la organización, que se remonta a 2009 y resucitó ahora, fogoneada por una publicación amarillista, tendría un efecto dominó al que la oposición al oficialismo intentaría montarse como fuera en plena carrera electoral, hasta con pedidos de juicio político o renuncia ante un tema desconcertante y absurdo como la aparición de prostíbulos en cinco propiedades del prestigioso penalista. El propio Zaffaroni reconoce que puede ser así y que no sabía qué había en sus departamentos alquilados –algunos de los cuales dice que ni siquiera conoce– o quiénes eran sus inquilinos. Porque delega la administración de esos bienes, algo verosímil en alguien de su talla y ocupaciones profesionales múltiples, y de envergadura. A lo que se suma que jamás recibió una queja o intimación. No digo que descuidar lo que firma sea una conducta prolija para un juez de la Corte. Hubiera sido mejor algún mínimo control sobre esos quehaceres, y más con la experiencia que ya tuvo cuando al atravesar las audiencias públicas para finalmente llegar al máximo tribunal fue fustigado por la fundación Bicentenario, que lo persiguió con supuestos bienes no declarados.
Ahí, en aquella etapa de cambio para la Justicia argentina, está quizá parte del quid de esta cuestión. Zaffaroni fue el primer juez elegido por Néstor Kirchner, en 2003, para refundar la Corte Suprema, una de las pocas iniciativas que hasta ahora nadie le criticaba al oficialismo, al contrario, todo el mundo elogiaba. Una Corte llena de jueces reconocidos mundialmente, sólidos académicos, prestigiosos juristas, profesores y formadores del derecho de larga trayectoria. Una Corte con dos juezas incluidas en ese abanico auspicioso, que impulsan desde las entrañas del Poder Judicial una nueva cultura que destierre prácticas discriminatorias hacia las mujeres fomentadas históricamente por los propios tribunales. Zaffaroni fue casualmente algo así como la piedra basal de todo ese cambio que se inició ocho años atrás. Lo que ocurre ahora, visto en perspectiva, es así de burdo: lo único que faltaba era pegarle a la Corte. Porque el asunto Zaffaroni, además de ser un golpe personal a un gran personaje siempre innovador y desafiante del mundo del derecho, no deja de ser un golpe institucional, para el tribunal y sus mentores.
A diferencia de la de la historia de la Corte menemista, la que Carlos Menem armó a su antojo sin mediar ninguna clase de consulta pública, con el fin de tenerla a su servicio y el del poder económico amigo, nadie le puede reprochar a Raúl Zaffaroni haber dibujado fallos para favorecer al poder político o al establishment o haberse enriquecido distribuyendo favores. Por mucha simpatía que pueda tener con las gestiones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
Lo que se puede decir de él es que desde sus reflexiones públicas (por cierto criticadas por quienes aun en la corporación judicial aún postulan la oscura teoría de que los jueces sólo deben hablar por sus sentencias) ha fomentado y puesto en agenda debates medulares para lo sociedad, que van desde la problemática del paco hasta la revisión del sistema presidencialista y la redefinición del sistema policial así como del carcelario. Y dentro de la propia Corte, hay que decirlo, Zaffaroni ha promovido o apoyado fallos claves que no necesariamente fueron del agrado del Gobierno, como el de libertad sindical o el de actualización de las jubilaciones. No se puede dejar de mencionar su impulso en sentencias como la que planteó la inconstitucionalidad de la reclusión por tiempo indeterminado, la descriminalización de la tenencia de droga para consumo, la búsqueda de una solución para el desborde en las cárceles bonaerenses, y su participación en los fallos que invalidaron las leyes de impunidad y los indultos, escollos que impedían juzgar a los represores.
Su defensa permanente y desde el derecho de los desprotegidos y los excluidos, su mirada profundamente analítica sobre ciertos fenómenos, como el de la droga o la violencia policial, hacen todavía más ridículo que se le adjudique el encubrimiento de prostíbulos, como salieron a admitir algunos radicales y dirigentes que pidieron por lo menos un poco de cautela y ver de qué se trata. Todo aquello que pinta a Eugenio Raúl Zaffaroni también pinta aspectos de esta Corte, a la que todavía le seguimos diciendo “nueva”, como si no pudiéramos creer que la “vieja” es cosa del pasado. Esta Corte que de alguna manera, y por razones de naturaleza y contexto político, es víctima de la criminalización mediática.
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