EL PAíS
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Los usos de un símbolo
› Por Nora Veiras
A un mes y medio de las elecciones nacionales, el retorno de la Carpa Blanca demostró tener un peso simbólico que el Gobierno no quiere pagar. En una decisión política de indudable impacto económico, habilitó al Congreso para que en un trámite express se comprometiera a destinar casi 1500 millones de pesos para ponerse al día con las deudas del incentivo salarial docente. La magnitud de la cifra refleja la magnitud del problema: son más de 700 mil maestros y profesores los que esperan cobrar los 60 pesos mensuales del 2002 y el 2003. Una cifra irrelevante si se tiene en cuenta el costo de la canasta familiar, pero ponderable cuando se la inserta en los recibos de sueldos docentes. Mucho más ponderable cuando se la ubica en el ajustado presupuesto nacional. De ahí las dudas: primero sobre el incremento real de la recaudación del impuesto al Cheque para financiar el pago y segundo sobre la ejecución que estará en manos del próximo gobierno.
La amenaza del campamento desquicia a los funcionarios y también al gremio. Repetir una medida que en el ‘97 sorprendió por su originalidad y acumuló como pocas –o ninguna– el apoyo casi unánime de la sociedad es un riesgo. Un gesto casi desesperado. Los paros docentes en un país donde la escuela pública se convirtió en el último refugio de protección para millones de chicos lanzados a las márgenes del sistema agudizan la guerra de pobres contra pobres. La Carpa tuvo la virtud de hacer visible el deterioro lento y progresivo de la escuela sin alterar su funcionamiento.
Se instaló en el centro de la memoria de un país forjado al calor de una escuela pública integradora. Sin embargo, su continuidad a lo largo de más de 1000 días la había empezado a asimilar al paisaje de reclamos sin respuesta. Su repetición podía ser un salto sin red.
Ante el solo anuncio la primera reacción oficial fue poner una red de vallas en la Plaza del Congreso. El discurso oficial ensayó entonces un derrotero de incongruencias: “El Ministerio de Educación respeta las decisiones gremiales”, dijo la ministra Graciela Giannettasio y al día siguiente la Policía Federal cerró la plaza. “Se ponen las vallas para garantizar la libre circulación”, explicó Interior con involuntaria ironía. “Si piden autorización, hay que dársela de inmediato, pero acá hay que entender que las leyes se deben cumplir”, abundó en un raptus legalista-pedagógico el presidente Eduardo Duhalde. Cuando el debate se desplazaba del reclamo a la represión preventiva, el oficialismo aceleró el trámite en el Parlamento.
La unanimidad del apoyo podría leerse como un dato positivo: la educación es una política de Estado. La desconfianza tiene más fundamento: esta es la enésima ley que se vota para asegurar recursos genuinos destinados a los salarios docentes en un país donde las provincias quiebran y los haberes se fragmentan. Al tiempo que los recursos genuinos se destinan a otros fines.
Si nada cambia, el 25 de mayo asume el sucesor de Eduardo Duhalde. Del resultado de ese recambio dependerá también la certeza sobre la precaria continuidad del incentivo salarial. Los maestros tienen poco tiempo para seguir innovando en sus medidas de lucha. Es difícil construir un nuevo símbolo.
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