EL PAíS
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El largo camino judicial
› Por Miguel Bonasso
Desde la mitológica pista internacional-personal de Anillaco y la inevitable absolución de un juez riojano que lo procesó por enriquecimiento ilícito (según algunos suspicaces para consagrar el principio de cosa juzgada), hasta estos dos memoriales del fiscal interino de la Cámara Federal Norberto Quantín, la sospecha pública en torno al posible enriquecimiento ilícito del ex presidente Carlos Menem ha pasado por diversas y, en general, poco fructíferas investigaciones judiciales.
Su detención, por menos de cuatro meses, en la cómoda quinta de Armando Gostanian, que algunos presentaron como una victoria de la dama ciega de la balanza, culminó –en noviembre de 2001– en una rápida libertad dispuesta por la Corte Suprema, tras algunas conversaciones entre referentes del menemismo y del gobierno de Fernando de la Rúa, que fueron denunciadas en este misma columna y naturalmente desmentidas por los protagonistas. Una resolución (por mayoría) de los supremos que beneficiaba a su ex cuñado Emir Yoma, lo sacó de su confortable encierro y, de paso, sepultó la causa por la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia, que se había iniciado en 1995 por una denuncia del abogado Ricardo Monner Sans. Que luego opinaría sobre el tema, en un escrito dirigido precisamente al juez Speroni: “El concepto que mereció y merece lo resuelto por la Corte Suprema respecto de su conducta en el caso, hasta ha formado parte de planteamientos de pedido de juicio político”.
Ese mismo año, la publicación del testimonio brindado por el desertor iraní conocido en la causa AMIA como el “testigo C”, preocupó a Menem, a quien el testigo en cuestión acusaba de haber recibido un soborno de 10 millones de dólares para dejar en la nada la causa por el atentado contra la mutual. Más se preocuparía cuando The New York Times recogiera, con mucho atraso, es preciso admitirlo, lo que ya se había publicado extensamente en Clarín y Página/12.
En el imaginario público, en los comentarios de la clase política, en las confesiones de algunos arrepentidos como Luis Sarlenga, que lo involucró en la causa armas o en las de Lourdes Di Natale, la ex secretaria de Emir que hace pocos días cayó al vacío engrosando una serie de muertes misteriosas vinculadas al Jefe y sus lugartenientes, subyace la sospecha generalizada de que Carlos Menem, como Al Capone, acaba siendo juzgado por pecata minuta, en relación a la fortuna oriental que millones le atribuyen. En cualquier caso, la sorprendente intuición de su hija Zulemita para los negocios, que la ha hecho propietaria de la mansión de la calle Echeverría, de la residencia riojana conocida como La Rosadita y de varias empresas vinculadas a fierros y motores, es uno de tantos elementos que contribuyen a fortalecer las sospechas.
Mucho se habló y escribió acerca de sus posibles testaferros, hombres de paja y lavadores de dinero (un tema que obligó al destierro forzado del encargado de la DEA, Abel Reynoso), de sus posibles acciones en Telefónica, en el Canal 9, en Radio 10, de las alquimias realizadas en paraísos fiscales por banqueros adictos como Raúl Moneta o el Cartero al que finalmente le soltó la mano: el enigmático Alfredo Yabrán. Algunos investigadores dicen que parte de sus capitales habitarían el Fondo de Inversión de su amigo, George Bush. Otros, como Gustavo Gutiérrez opinan que están depositados en el Fondo Hicks.
La paradoja de Menem podría acercarlo a la de su par el ex presidente venezolano Carlos Andrés Pérez, al que se le atribuyeron centenares de millones de dólares y fue destituido y pagó con la cárcel el desvío de algunas decenas de miles de dólares de fondos reservados. En el caso de Menem se barajan cifras de las mil y una noches, imposibles naturalmente de probar: dos mil, tres mil, cuatro mil millones de dólares. Sin embargo, si hubiera justicia en la Argentina, podría acabar entre rejas (aunquesean las de una quinta) por una cuenta suiza de “apenas” 600 mil dólares. La única confesada.
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