EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Hace cuestión de un semestre cundía la alarma republicana tras la creación del Instituto Dorrego. Avizoraban amenazas tremendas: unicato, enseñanza obligatoria de ciertos textos, persecución a los no revisionistas y anche a algunos revisionistas. El escándalo se evaporó en el aire. Ninguna de las agorerías se plasmó, la libertad de expresión y de cátedra se sostienen, en términos aceptables.
Cuando comenzó este año, aniversario de la guerra de Malvinas, también sonaron alertas opositoras. Pronosticaban la exacerbación de narrativas patrioteras y chauvinistas, quién sabe hasta belicistas. Y se preocupaban porque “la gesta de Malvinas” podía funcionar como una cortina de humo que ocultara todas las cuitas y debates de una sociedad diversa y compleja.
La presentación de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ante el Comité de Descolonización de la ONU es discutible, como casi todo. Pero, salvo las autoridades británicas, nadie lo tildó de violento o nacionalista con zeta. La intervención fue pensada en toda su extensión, que abarcó a un malvinense crítico y la alusión de un non paper desclasificado que comprueba tratativas entre el presidente Juan Domingo Perón y las autoridades inglesas, allá por 1974.
La compañía de un vasto abanico de legisladores de la oposición (casi todo el arco político con representación parlamentaria a nivel nacional) y la sumatoria de nuevas adhesiones redondearon un discurso sólido, sugestivo e institucional.
Ya llegado el invierno, superados los aniversarios del desembarco y la rendición, la malvinización no se fue de madre. El aniversario avivó polémicas, se aportó material histórico (como el ya citado y el informe Rattenbach), se puso la lupa sobre violaciones de derechos humanos contra argentinos cometidos por oficiales de sus Fuerzas Armadas. Se escribió mucho, se discutió bastante, se dinamizó la acción diplomática. La Argentina no se apartó de la línea pacífica que llevan sus surtidos gobiernos desde 1983. Así como la salud no es apenas la ausencia de enfermedad, el pacifismo criollo ha sido más que no guerrear: fue activo y enérgico. En superar los conflictos limítrofes con países hermanos (aun con el lunar que fue el entredicho con Uruguay por la pastera). En intervenir decisivamente para sostener la gobernabilidad en países del vecindario, desmontar aprestos bélicos, mostrar unidad con la Unasur contra intentos de golpes de Estado.
Ni delirios belicistas, ni cortinas de humo. Bien mirado, este año ha desbordado intensidad (de Repsol a Daniel Reposo, de la reforma al Banco Central al lockout del “campo”, de la interna de la CGT al Pro.Cre.Ar). Ninguna sorpresa hubo, salvo para los apocalípticos. Imposible detener la dinámica de un sistema político vivaz y de una sociedad democrática. Y mucho menos, ocultarla con cortinas de humo.
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