EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Marcelo Ferreira *
Tres represores que actuaron en la ESMA solicitaron la concesión del beneficio de estudiar en la UBA, en el marco del programa UBA XXII de educación superior en contextos de encierro. Uno de ellos fue condenado y los otros dos están procesados, en todos los casos por crímenes de lesa humanidad. Entre los crímenes involucrados se encuentran homicidios, privaciones ilegítimas de la libertad e imposición de tormentos, y los tres están procesados por hechos que involucran a mujeres secuestradas estando embarazadas y cuyos hijos siguen en poder de sus apropiadores.
El tema puede generar múltiples interrogantes, que aquí sintetizamos a modo de ejercicio hipotético para encarar el problema, sin pretender agotar el listado de argumentos. Así, se puede argumentar que el rechazo al derecho de estudiar en la universidad pública vulnera el derecho a la educación, que la medida sería discriminatoria, que conspiraría contra la reinserción social de los afectados –en orden a la teoría de justificación de la pena– y que resultaría a la postre políticamente inconveniente, en tanto propiciaría la legitimación del discurso de quienes acusan al Estado de violar los derechos humanos de los represores.
A ello cabe señalar en primer lugar que el acceso a la educación superior no es un derecho absoluto. A diferencia de la enseñanza primaria, que debe ser “obligatoria” y “asequible a todos gratuitamente”, y la enseñanza secundaria, que debe ser “generalizada y accesible a todos” (art. 13, párrafo segundo, del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales), la enseñanza superior no debe ser “generalizada”, sino sólo “disponible” (Observación General Nº 13 del Comité de Derechos Humanos de la ONU). Por ello, la negativa al acceso a la educación superior no es discriminatoria, y en tal virtud el estatuto de la UBA establece en su capítulo V que “las facultades proponen al Consejo Superior, que resuelve en definitiva, las condiciones de admisibilidad a sus aulas” (artículo 16). Tampoco se encuentra involucrado el derecho a la reinserción social de los afectados, más allá de la discutible aplicación de esta teoría a personas que cometieron crímenes de lesa humanidad, y como tales imprescriptibles, inadmistiables e imperdonables incluso por voluntad popular mayoritaria (Caso Gelman vs. Uruguay; Corte Interamericana de Derechos Humanos). Más aún, cuando se trata de delitos que se siguen cometiendo, como en el caso de la apropiación de niños, a lo que se suma la negativa a dar información sobre el destino de los desaparecidos, y la pública defensa de la tesis de la inexistencia o justificación de los delitos que se les imputan. Por último, la decisión final de la UBA no debe estar condicionada a opiniones de terceros ni a supuestas conveniencias políticas.
Pero más importante aún es advertir que excluir de los claustros de la UBA a criminales de lesa humanidad no implica una sanción jurídica sino ética, lo que excluye del análisis toda disquisición filosófica sobre la fundamentación de la pena, o sobre los alcances de la inhabilitación que pesa sobre los afectados, porque no hay pena alguna que fundamentar (la negativa al acceso a la universidad no es una pena prevista en el Código Penal argentino). Un mismo hecho puede ser de consuno objeto de sanciones jurídicas (ejemplo: prisión), religiosas (excomunión) o éticas. La universidad puede otorgar premios éticos (doctorado honoris causa) y también aplicar sanciones del mismo tipo. Así lo hizo muchas veces, cuando excluyó de su seno a profesores por razones menores que torturar y matar personas en la ESMA, como en el caso de Martin Heiddegger, que fue echado de la universidad alemana por aplicación de las leyes de Nuremberg. En nuestro caso, los involucrados participaron de un régimen que asesinó a miles de estudiantes y profesores, razón más que suficiente para aplicar la sanción ética mentada.
En definitiva, el Estado no debe ser neutral cuando se trata de la defensa de valores sociales inclaudicables: basta ver la lista de cómplices de los genocidas egresados de las universidades públicas para verificar el resultado de las políticas de neutralidad. Y que la UBA –cuna de formación de ciudadanía democrática– no debe omitir la realización de su deber de definir qué comunidad universitaria argentina queremos.
Nadie les niega a los afectados el derecho a estudiar. Pero no en nuestras aulas.
* Profesor de Derechos Humanos de la UBA.
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