Jue 21.02.2013

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINIóN

Geopolítica y politiquería

› Por Guillermo Levy *

Hablar de Irán es difícil. Con siglos de historia, una revuelta islámica única en su tipo y una relación compleja entre conservadurismo religioso y democracia parlamentaria, la revolución iraní, a lo largo de sus 34 años de existencia, ha tenido una relación con el mundo occidental compleja de entender. Se declara antiimperialista al nacer, pero también antisoviética, jóvenes universitarios toman la Embajada de EE.UU. en Teherán y mantienen rehenes por más de un año, pero poco después el Irak de Saddam Hussein lo invade en una guerra que va a durar diez años y que va a tener más de un millón de muertos. En esa guerra, el ahora considerado enemigo de la humanidad tuvo de aliados secretos a EE.UU. e Israel, que lo armaron en contra del enemigo laico Saddam Hussein.

El escándalo “Oliver North”, que hizo renunciar al ministro de Defensa de los EE.UU. en 1981, fue por el descubrimiento del desvío de armas y dinero norteamericano a Irán luego de abastecer a los contrarrevolucionarios nicaragüenses que, entrenados por la CIA, luchaban contra la joven revolución sandinista. Este escándalo tuvo una participación de la dictadura argentina, que ayudó a Irán bajo las órdenes de la inteligencia norteamericana.

Para los argentinos, víctimas de un terrible atentado, es todo más difícil aún de desmenuzar. El actual gobierno desbarató la vergonzosa investigación judicial que durante diez años se encargó de encubrirlo, sin embargo es furibundamente atacado por la politiquería barata de la oposición, que no puede dar cuenta de su prontuario en la materia y sólo busca desgastar al Gobierno, agitando el fantasma Venezuela o denunciando que detrás de este intento se esconden sólo mezquinos intereses de comercio exterior.

Todo esto, tomando en cuenta además que Irán no es cualquier país. Irán, más allá del rechazo que pueda generar su régimen, o de algunas declaraciones aberrantes de su presidente, es un país sobre el que pesa la demonización occidental, siempre previa y necesaria para una invasión militar. Del mismo modo se llevó a cabo la demonización de Afganistán y de Irak después del ataque a las Torres Gemelas.

En este barro, los elementos que inculpan a Irán en la planificación total o parcial del atentado no son menores. Sin embargo, los años de intento de encubrimiento y el lobby internacional –que compra tantos discursos, notas periodísticas y conciencias– hacen que las preguntas básicas, que son las que podrían ayudar a construir el camino a la justicia necesaria, sean difíciles de responder y que haya pocos actores interesados en dar respuesta.

¿Quién decidió el atentado, por qué? ¿Quiénes fueron los ejecutores y/o cómplices locales? ¿Por qué los gobiernos de Menem y de De la Rúa por lo menos contribuyeron a su impunidad? ¿Por qué la dirigencia comunitaria judía, en ese momento dirigida por Rubén Beraja, hoy procesado por encubrimiento junto a funcionarios del gobierno de Menem y agentes de la SIDE, participó del encubrimiento? Y, entonces, ¿cuánto es lo que se puede dilucidar hoy y qué condiciones tiene el país para juzgar y condenar responsables por fuera de sus fronteras?

El debate tendría que estar centrado en dos ejes. Por un lado, tratar de entender realmente la responsabilidad internacional, sin dejarse arrastrar por el lobby de Estados poderosos que se rasgan las vestiduras frente a la impunidad, pero que sólo se mueven en función de sus intereses geopolíticos y a quienes nada les importa la justicia para con los 85 muertos del atentado.

Por otro lado, la dirigencia política nacional, en vez de hacer politiquería con el dolor de los familiares, debería realizar una autocrítica e intentar explicarle a la sociedad cómo fue que el Estado víctima, la Justicia del país víctima y la dirigencia comunitaria que recibió la bomba, por lo menos fueron cómplices con el encubrimiento del que el actual gobierno, que recibe más críticas en la materia que ninguno, no fue responsable.

Entonces quizá podamos centrar el debate, aceptando que es muy difícil llegar a la verdad cuando sistemáticamente se destruyeron o se negaron evidencias, cuando el escenario internacional sólo contribuye a embarrar la cancha y que en ese contexto el intento del Gobierno es quizás una de las pocas cosas que puede hacerse, sin ninguna garantía de que esto se traduzca en verdad y posterior justicia.

La dificultad que lleva a idear esta ingeniería diplomática, seguramente no debe estar motivada por una cuestión comercial ni por influencias “satánicas” de Venezuela. Lo que sí es seguro es que la responsabilidad principal de la ausencia actual de opciones mejores de verdad y justicia es responsabilidad central de muchos actores que hoy acusan con el dedo en nombre de los afectados directos.

El verdadero compromiso con las víctimas es mantener la templanza, apostar a que esta misión logre dilucidar algo, que la Argentina siga manteniendo una política internacional distante de la sumisión a los lobbies del capital financiero y los Estados poderosos que hablan de los derechos humanos y los violan permanentemente, y evitar, sobre todo, que desaparezca de los discursos toda la historia que comenzó con la bomba o quizás un poco más atrás, con la participación del gobierno de Menem en la guerra del Golfo de 1991, en el marco de las “relaciones carnales” con EE.UU. que hoy muchos añoran.

* Docente Sociología UBA, investigador de la Untref.

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