Mié 15.01.2014

EL PAíS • SUBNOTA

Hasta aquí el hombre

› Por Juan Forn

Conoció la poesía a los cinco años, oyendo a su hermano mayor recitar a Pushkin en ruso. A los nueve se enamoró de una vecinita de Villa Crespo, pero ella no entendía ruso, y no le impresionaba nada oírlo recitar, así que él copió unos versos de Almafuerte y se los mandó. Cuando vio que la cosa no daba resultado, empezó a escribir él los envíos. La vecinita nunca se enteró de lo que había originado. El resto del mundo, sí. Juan Gelman escribió alguna vez: “Un hombre entra a su casa y el olor / de sus hijos le golpea la cara”. Juan Gelman escribió alguna vez: “Es horrible saber que moriré mañana / o que no moriré”. Sabiendo lo que sabemos de él hoy, esos versos retumban doblemente en nuestra cabeza, porque alguna vez los subrayamos sin saber lo que sabemos hoy.

Gelman aceptaba a su manera la definición rilkeana del oficio de poeta (el acercamiento a lo inefable): él decía que era “ese acontecimiento que emerge a través de una trama de palabras para arrancar algo de la nada”, y en su larga trayectoria combinó las más diversas formas de lo poético, desde lo puramente lírico a lo ásperamente narrativo, desde la métrica impecable hasta el quiebre por dentro de esa métrica, desde lo místico a lo político, explorando los alcances del verso “conversado”, la textura a contrapelo de las palabras “bellas”. Así fue construyendo una obra de enorme coherencia interna en los sucesivos pasos de su itinerario.

Alguna vez le preguntaron a Roberto Matta, el pintor chileno, cómo festejaba su cumpleaños y él dijo: “Invito a los Matta que fui y discutimos toda la noche”. Algo similar ocurre con los Gelman: sumergirse en cada nuevo libro suyo permite escuchar, por debajo de las palabras, una fascinante beligerancia y complementación entre todos esos modos de decir. Para aquellos que descubrieron sus primeros libros en los ’70 siendo adolescentes, como fue mi caso, la aparición de sus libros posteriores, cada dos o tres o cinco años, obligaba a bruscos pasos de maduración como lector, se quisiera o no: su profundización progresiva, sin respiro y sin clemencia, en ese territorio llamado poesía fue siempre ejemplar.

A diferencia de muchos grandes, Gelman nunca se repitió, ni se estableció cómodamente en un registro desde el cual seguir mirando el mundo dócilmente. Sin embargo (o a causa de eso), casi cualquier circunstancia de la vida puede retratarse con una frase suya: he ahí una evidencia inequívoca de la grandeza de su obra. De sus libros, mis preferidos son dos: Los poemas de Sydney West y Carta a mi madre (dos extremos de su obra), pero otro de los méritos de Gelman fue justamente ése: la cantidad de opciones que ofrece al lector a la hora de elegir sus preferidos.

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