Dom 16.03.2014

EL PAíS • SUBNOTA

Delitos y violencias

› Por Mario Wainfeld

Anteayer se conoció el veredicto del Tribunal Oral 2 de San Martín en el juicio que investigaba la bien llamada “Masacre de La Cárcova”. Fueron absueltos, por el beneficio de la duda, los policías acusados de haber asesinado a Mauricio Ramos y Franco Raúl Almirón, hace algo más de tres años. No se conocen los fundamentos, aunque la sentencia aludió al beneficio de la duda. Una excelente crónica de Carlos Rodríguez, publicada ayer en Página/12, da cuenta de la audiencia respectiva, un cuadro de época digno de leerse.

Como fuera, si se confirmara el fallo (que será recurrido) primará la impunidad: dos pibes asesinados, ningún culpable. Es un caso flagrante de inseguridad, vinculado con la violencia institucional, que no suele acomodarse en las demandas que flamean en los medios y en las tribunas políticas. Esos pibes, de sectores populares, no se computan entre las víctimas de la inseguridad, para algunos catálogos no son “gente”.

La discusión sobre el Código Penal es importante, este diario le ha dado larga cabida y sigue haciéndolo. Pero en este crimen, como en otros similares, lo esencial no es la magnitud de la pena sino la cobertura judicial e institucional que suelen tener las policías bravas para aplicar su propia ley.

Así como hay tablas distintas para medir la inseguridad, la hay para el abolicionismo. Demasiados jueces, demasiados políticos, demasiado “sistema” protegen la violencia institucional, la desincriminan de facto.

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Un grupo de manifestantes del Sindicato Unido de Portuarios Argentinos (SUPA) arrojó desde el puente Avellaneda a Raúl Lescano, un joven con discapacidad que intentó atravesar el piquete. La brutalidad de la reacción fue ¿explicada? por el secretario general del sindicato, Juan Corvalán, alegando que “tuvimos que llevar gente” para responder a posibles agresiones. La “gente” en cuestión serían personas ajenas al gremio y su actividad militante. La pretendida excusa confiesa una práctica cada vez más extendida, que es mezclar en proporciones crecientes a laburantes que reclaman con grupos violentos o marginales.

La brutalidad del hecho seguramente vendrá como anillo al dedo a quienes proponen criminalizar la protesta social. Es claro que un posible delito cometido cuando se ejercita un derecho constitucional no invalida la existencia de ese derecho.

Es un suceso exótico, que como tal debe analizarse y juzgarse.

La lesividad de las protestas colisiona con derechos de otros ciudadanos, lo que acontece todos los días en una sociedad compleja. Discernir si se la puede regular es válido, aunque riesgoso porque siempre hay una zona gris entre reglamentar, limitar en exceso o penalizar. Pero la barbarie ocurrida, que llamó la atención a fuer de inusual, no debería correr el eje de una discusión compleja. Habrá quienes quieran hacerlo, pescando en el río revuelto, encrespado por la falta de responsabilidad y hasta de dignidad de quienes condujeron la protesta.

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