EL PAíS • SUBNOTA
› Por Horacio Verbitsky
La geógrafa humana y licenciada en filosofía y letras Teresa Isenburg vive desde hace cuarenta años entre Milán y San Pablo, donde enseña e investiga sobre la agricultura y el agua. En Agape se identificó como parte de una generación que vivió la última parte de la gran utopía de la segunda posguerra mundial, inscripta en la onda secular iniciada a mediados del siglo XVIII y que giraba en torno a racionalidad, progreso, revolución y tecnología. Nadie dudaba de que la vida era un esfuerzo de grandes grupos colectivos para construir y conquistar en primer lugar la justicia social, objetivo tras el cual Isenburg tuvo actividad de base en organizaciones políticas. Esas luchas de masas en la posguerra fueron exitosas. En el centro del sistema capitalista impusieron una transferencia de ingresos desde la renta y las utilidades del capital hacia los asalariados, y en la periferia quitaron espacio a la expansión del capitalismo por medio del proceso de descolonización. La respuesta fue el neoliberalismo y la financiarización. El sistema capitalista se reorganizó, sustituyendo la fábrica fordista integrada verticalmente por la acumulación flexible bajo el comando del capital financiero. En cambio, las fuerzas que lo enfrentan no se reorganizaron en forma sistemática, lo que produjo un cuadro asimétrico. El capitalismo tiene un enfoque muy concentrado en las finanzas pero sus antagonistas se dispersan en diferentes planteos, como el ambientalismo, las cuestiones de género, la defensa del salario y la lucha contra la precariedad. En este contexto asimétrico, los activistas que expresan utopías no producen proyectos autónomos, sólo luchas defensivas ante las situaciones que se les presentan. Esta limitación es más marcada en Italia que en Brasil, donde algunas fuerzas políticas y sindicales elaboran proyectos totalizadores relativos a la transformación de la sociedad, como es el caso del movimiento de los Sin Techo que, siguiendo el ejemplo de los Sin Tierra, se organizó hasta conseguir la transformación de un asentamiento en un complejo habitacional popular. En diversos campos, como las consecuencias ambientales y sanitarias de los procesos productivos, es posible construir redes de alianzas entre movimientos, instituciones, sectores de la investigación, con relaciones internacionales.
Según Isenberg para tender un puente entre utopía y realidad es necesario superar varias trampas ideológicas y operativas: el sistema comunicacional, cuyo control es decisivo para la acumulación de poder; la antipolítica y el antipartidismo que esos medios proponen, y el orden jerárquico de la globalización capitalista conducido por las finanzas. El discurso sobre la reducción de los costos de la política y la idea de que los políticos son todos iguales, “cosa que no es cierta ni siquiera en la pésima situación italiana”, conduce en línea recta a la expropiación del voto y de la representación, porque refuerzan los intereses de los grupos de poder más fuertes y el éxito de fuerza políticas que gritan palabras de orden vacías y vulgares, en vez de construir y aplicar programas bien planificados. En esta etapa histórica, las elecciones institucionales tienen una directa incidencia material en la vida y la calidad de vida de los ciudadanos y sobre la distribución del ingreso, a través de las normas fiscales, laborales y de salud. Por eso resulta tan útil un poder político controlable, como es evidente en Italia.
El mundo globalizado es descripto como una competencia continua entre puntos y sujetos, en una equiparación universal. Esto ignora el orden jerárquico que el capital financiero controla con ojo incansable desde su Torre de Moldor. Los activistas actúan como si esta estratificación no existiera, cuando este es un punto fundamental para jerarquizar a su vez las actividades que se eligen realizar para enfrentarla, ya que no es posible hacer todo. Se trata, entonces, de fijar prioridades.
Si bien la globalización capitalista neoliberal es hija de las orientaciones de Reagan y Thatcher, su triunfo ideológico recién se dio con la caída del muro de Berlín y la implosión de la URSS. Casi al mismo tiempo, en 1991 se inicia un período de guerras imperialistas que bajo la conducción de Occidente no tiene trazas de concluir. Esas guerras implican un refuerzo del control social por medio de la seguridad, y la violencia y la impunidad de las fuerzas del orden. Por eso, agrega Isenburg, este debería ser el nivel jerárquico superior de cualquier acción política iluminada por la utopía. Esto se vincula con la industria militar que junto con la farmacéutica constituyen los campos de mayor poder mundial del sector manufacturero.
El segundo nivel jerárquico que debería ordenar las acciones de lucha es la irrupción de la religión, en su forma organizada y a través del rol dominante del clero, directamente en la organización, en las relaciones y en las decisiones políticas. Italia arrastra esta desgracia desde hace siglos, mientras Brasil tuvo una discreta separación de Estado e Iglesia. El problema es catastrófico en Israel, en países con prevalente religión musulmana, en parte de Estados Unidos y en Polonia.
En el tercer nivel jerárquico, Isenburg coloca lo que llama “la traición de los intelectuales”, que siempre habían tenido un rol insustituible en los procesos innovativos de transformación cultural y política de la sociedad, como Dante Alighieri. Pero en las últimas décadas los intelectuales (considerados como categoría amplia, que incluye a estudiosos e investigadores) han abjurado de la producción de saber crítico, como si los médicos abdicaran del juramento hipocrático. Los hay solitarios, óptimos, importantes, infatigables. Pero el conjunto está muy lejos de serlo. La alucinante normalización académica que está sucediendo en todo el mundo, con sus venenosas consecuencias dentro del proceso de transmisión del saber y el conocimiento, es consecuencia de esta traición. La movilidad de la fuerza de trabajo multiplica las tensiones, con la utilización de inmigrantes como ejército de reserva, de modo que el control mundial de la fuerza de trabajo se convierte en un nudo crucial, junto con las guerras. La coerción que se ejerce sobre la fuerza de trabajo mediante el doble flujo de las migraciones y las deportaciones, constituyen un pilar de Occidente y una construcción ideológico/material que, más allá de la solidaridad, puede reconstruirse también culturalmente.
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