EL PAíS • SUBNOTA › EL CENTRO CLANDESTINO DE LA RUTA 276 ES HOY UN SITIO DE LA MEMORIA
› Por Ailín Bullentini
Los pilares de Memoria, Verdad y Justicia sorprenden a los que pasan por la Ruta 276, que une a Olavarría con Mar del Plata o Tandil. Están a un costado del camino, a veinte kilómetros de la ciudad donde un matrimonio de peones crió al nieto de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto. Grises, como para no romper el paisaje de la zona cementera, gigantes, solitarios, indican que por el camino de tierra que ahí nace se llega a la casona de Monte Peloni, el centro clandestino de detención donde, entre 1976 y 1979, el Ejército torturó y mantuvo cautivos a por lo menos una treintena de jóvenes de la zona. Hoy, una de ellas es su guardiana. “Tengo parte de familia, compañeros, amigos desaparecidos o muertos. Mi presencia acá es una deuda con ellos”, confesó Araceli Gutiérrez, que era una joven militante cuando pasó por “el Monte”.
El 16 de septiembre de 1977, el Ejército salió de cacería en Olavarría. Una veintena de jóvenes fueron secuestrados. A Gutiérrez la levantaron de la casa en la que paraba con su hermana Amelia, su cuñado, Juan Carlos Ledesma, y su pequeña beba de tan sólo cinco días. A la pareja también se la llevaron. A la beba la dejaron abandonada, sus abuelos maternos pudieron recuperarla ocho meses después.
El grupo fue a parar al centro clandestino que funcionó en Las Flores y que la semana pasada fue señalizado con la presencia de los organismos de derechos humanos de la zona y las autoridades provinciales. Gutiérrez participó de la ceremonia. Allí, al cabo de tres días, fueron divididos: a Amelia y Juan Carlos, al padre de ambas jóvenes –un comisario de Tandil-, y a otros compañeros de militancia de la ciudad como Graciela Folini y Rubén Villares los llevaron a La Plata. Giraron por el Pozo de Arana, por el Pozo de Banfield y la brigada de esa ciudad. Menos el comisario, que recuperó su libertad ocho meses después, y Amelia, que falleció de una infección generalizada durante su encierro, el resto está desaparecido.
A Gutiérrez y al resto del grupo los trasladaron a Monte Peloni “en donde ya había gente encerrada”. Araceli tenía 24 años e integraba la Juventud Peronista, a la que se sumó en su La Plata natal. “Tuve que irme porque se había puesto todo muy ácido. Llegué a Olavarría y seguimos laburando”. La persecución la encontró allí.
El edificio, que legalmente funcionaba como espacio de entrenamiento militar, es pequeño y se encuentra ubicado al final de un camino de tierra, como depositado entre los árboles más altos del monte. El centro de tortura recibió el nombre por la zona en la que está ubicado, porque aún sus restos resisten el paso del tiempo. “Yo era la única mujer en Monte Peloni, me tenían encerrada sola, encapuchada, en uno de los cuartos del fondo, ése que tiene piso de madera”, recordó Araceli, que mencionó que había, con ella, 22 personas allí confinadas. En esa pieza, hoy, hay algunas botellas y varios zapatos viejos de pares truncos. “Son cosas que se van encontrando en el aljibe de atrás de la casa –un pozo al que se le desmontó un techo de madera, invadido por la hojarasca y el tiempo–. La casa no cuenta con más de cuatro habitaciones que ahora están rotas, algunas sin techo, y otras empezando a perder las paredes. La puerta de entrada divide ambientes: uno principal de otras dos piezas, una en donde estaba la muchacha, otra un poco más grande. Al lado del ambiente principal se erige otro espacio, que hoy carece de techo. Por detrás, un patio interno sirve de límite con el exterior. Tal vez por su poca extensión, de no más de 60 metros cuadrados, los jefes de ese sitio decidieron ubicar carpas en los alrededores inmedia-tos para encerrar más detenidos. La sala de torturas estaba ubicada en el baño, en donde había un elástico de colchón de metal que aún sigue colgado en una de las construcciones aledañas. Por encontrarse tabicada y aislada en la habitación, sabía poco de quiénes eran los otros secuestrados. Sin embargo, algunas cosas su memoria atesoró intactas: los gritos de la tortura, la humedad que carcomía el cuerpo, el ruido
de las ramas de los árboles. “Los primeros días fueron terribles. Días de interrogatorio, golpes y torturas”, puntualizó. Entre lo poco que supo de su contexto inmediato fue el traslado de cuatro chicos a un lugar conocido como La Huerta de Tandil, de donde sólo volvieron dos. “A uno lo mataron. El otro permanece desaparecido”.
Cuando quisieron deshacerse del lugar, los militares lo cedieron a una escuela agrotécnica: “Aquí daban clases, una aberración”, opinó Araceli. Sin embargo, ella se mudó con su familia al lado del centro clandestino. Lo cuida como si fuera su guardiana. La guardiana de la memoria.
¿Por qué? Dice que siempre fue “muy efusiva” al momento de contar lo que le había pasado a ella y lo que había ocurrido en ese lugar a la gente que le preguntaba, que “llevaba a quienes lo querían conocer, los paseaba, les explicaba”. Los organismos de derechos humanos reclamaron el espacio hasta que finalmente lo obtuvieron. Entonces, fue necesario que alguien lo cuidara y Araceli se ofreció de casera, función que ocupa desde hace poco más de dos años. “Alguien tiene que hacerse cargo de la historia. No sólo recordarla y transmitirla, sino también cuidarla, y la única manera de hacerlo en este lugar es estando aquí”. Considera, además, que el cuidado que lleva a cabo del espacio es una manera de “pagar deudas”:
No vive sola en su pequeña y reciclada casa de campo ubicada al lado de lo que fue el centro clandestino. La acompañan su marido, sus hijos, algunos nietos y tres perros. Y no se arrepiente: “No es un lugar con mala alma, sino un espacio muy bello con una triste historia”.
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