EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Los anuncios simultáneos de los presidentes Barack Obama y Raúl Castro subrayaron la importancia histórica del momento. Un sentido común expandido habla del fin de la Guerra Fría. Un final incompleto, porque Corea también existe. Y absurdamente demorado, a 25 años de la caída del Muro de Berlín, a poco menos de la entropía del bloque socialista. Demasiada furia imperial contra un país de once millones de habitantes, que hace mucho dejó de ser insurgente y exportador de la revolución.
El bloqueo fue siempre un acto de prepotencia, el alineamiento de Cuba con los soviéticos jamás lo justificó pero lo explicaba en cierta medida. Cincuenta y tres años pueden equipararse al impreciso baremo de dos generaciones. La segunda parte (24 años, digamos) caracterizan una política de estado ruin y prepotente, pensada en términos de soberbia imperial. La hipótesis era, de nuevo, que el régimen cubano se haría trizas, que su desafío soberano mordería el polvo.
Los dos presidentes elogiaron en paridad al papa Francisco, quien se anota así un porotazo. El valor de su intervención es el que le atribuyen las partes y se refiere a un país latinoamericano, con nutridos sectores católicos en su población. Se compara su desempeño con el de Juan Pablo II respecto del bloque socialista. Conviene marcar diferencias. En ese caso fue una derrota en toda la línea del socialismo real. En éste, lo sustancial es la victoria de Cuba. Victoria que no equivale a ganar un campeonato de fútbol, dar la vuelta y levantar la Copa. Sino de habilitar otro escenario, superador aunque pletórico de riesgos e incertidumbres.
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El contexto histórico ayuda a comprender una pregunta básica de la política: ¿por qué (recién) ahora? Cuba necesita la apertura que viene buscando, con claroscuros, desde que perdió el apoyo económico de la Unión Soviética. Una interesante nota de Rodolfo Terragno publicada en el diario Clarín evoca que Fidel Castro tenía in mente la evolución que se fue dando, ya en 1991.
La caída del precio del petróleo, mayor que las de otras commodities, rediseñará el esquema de poder mundial. Por ejemplo, le restará margen a la cooperación internacional que promovió el presidente Hugo Chávez, ya magullada con la crisis previa de la economía del país bolivariano.
La decidida y sistémica intervención de Cuba en las tratativas entre el gobierno de Colombia y las FARC mejoró su reputación internacional, es otro dato epocal digno de mención.
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Obama, explican los que conocen el paño, le saca el jugo a su condición de “pato rengo”. Honra promesas valiosas que le empiojarían su prospectiva electoral. Mejora su mediocre legado como estadista.
En el terreno de la política interna norteamericana su jugada no es tan suicida como pintan la furiosa derecha de su país y ciertos portavoces argentos. Los ultras cubanos no son mayoría en la nutrida comunidad hispanoparlante; las versiones en ese sentido atrasan. A más medio de siglo, la biología y la demografía disminuyen su gravitación.
Las medidas de Obama a favor de los inmigrantes de habla hispana no son audaces ni generosas. Pero eso es en términos absolutos: no si se las compara con sus rivales políticos, los republicanos y en particular los del Tea Party que cuestionan aún los módicos avances producidos. La diferencia embellece a Obama.
El electorado hispano, muy proclive a “votar demócrata”, ya construyó mayoría en elecciones en el estado de Florida. El reaccionario lobby cubano influye, pero no convoca multitudes. Menos entre los que provienen de México u otras latitudes. En el capcioso sistema electoral de la potencia, Florida es (demasiado) determinante para el conteo de los electores.
Es verosímil (nada es seguro) que las acciones de cierre de Obama apuntalen la tendencia, haciéndole un favor a Hillary Clinton, si llegara a ser aspirante demócrata para llegar a la Casa Blanca. Y creándole un problema serio al gobernador de Florida, Jeb Bush, que acaba de lanzar su candidatura por los republicanos.
Este párrafo le debe muchas sugerencias al ensayista y escritor Ernesto Semán, quien las compartió en un intercambio informal con el cronista. Se omite la cita textual porque se permitió y porque se lo parafrasea en versión libre.
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Sin querer queriendo, el suceso confirma que, dejando a México aparte, el olímpico alejamiento del interés norteamericano desde el atentado a las Torres Gemelas favoreció a nuestra región. Muy particularmente a América del Sur. Fuera de la virtual guerra narco en México y del conflicto ya citado en Colombia, es una zona de paz infrecuente en el globo. Ha habido crecimiento, disminución formidable de la pobreza y menor (que no irrisoria) de la desigualdad. Los gobiernos respectivos gozan de legitimidad y continuidad envidiables, con pocos parangones en otras comarcas, en estos momentos.
La tradición de los partidos populares argentinos es prolífica en gestos y acciones contra el imperialismo norteamericano. El presidente Hipólito Yrigoyen fue pionero, Juan Domingo Perón rompió el bloqueo a Cuba en su tercera presidencia.
La noble tendencia fue quebrada durante los gobiernos de los presidentes Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Con descaro y penoso sarcasmo Menem y su canciller Guido Di Tella hablaban de “relaciones carnales”. De la Rúa y su ministro del ramo, Adalberto Rodríguez Giavarini, fueron igualmente cipayos, aunque más pacatos en los modos. Revieron la posición argentina en las Naciones Unidas sin avisarles a los integrantes de su gabinete ni a Raúl Alfonsín, líder de su partido.
Los presidentes del Mercosur celebraron la buena nueva, que conocieron mientras sesionaban, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner estaba entre ellos. La plana mayor de la dirigencia opositora casi no enunció palabra, tal vez porque su agenda está prefijada por los medios dominantes.
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