EL PAíS • SUBNOTA
› Por Irina Hauser
Aunque usa como nombre de pila Raúl y la gente cercana lo llama así, Zaffaroni es en el documento y ámbitos burocráticos Eugenio Raúl. No es que su primer nombre no le guste, sino que su papá se llamaba igual. El no quería tener que aclarar Eugenio Raúl hijo. Su familia no era judicial. “Mi viejo era un industrial casi artesanal, fabricaba maquinaria para canteras. Mis abuelos también habían sido industriales. Mi abuelo paterno había tenido una fábrica de bronce y mi abuelo materno, una fábrica de cortinas de enrollar”, cuenta. Su mamá se llamaba Elsa, y se ocupaba de los quehaceres de la casa. No tuvo hermanos. “Una desgracia que se supera”, asegura. “El día que dije que quería estudiar abogacía me miraron como a un loco”, recuerda Zaffaroni. Su principal inspiración para embarcarse en esa carrera venía de los libros que leía desde chico. Sus favoritos eran La dama de negro y El misterio del cuarto amarillo, dos clásicos del género negro francés. Pero el personaje que más lo motivó venía de las novelas policiales con sello londinense y se llamaba Mister Reeder: “Casi nadie lo recuerda –dice–. Era como un fiscal general que salía de la oficina y cuando le estaban por dar la biaba sacaba una goma de un paraguas y se la daba por la cabeza al tipo. Después, en el secundario, mis preferencias eran lecturas de historia. Pensaba en todo eso, que me gustaba, y quería estudiar algo que tuviera una salida laboral. Además me gustaba mucho la política, y todos los políticos de esa época eran abogados...”
–¿Pero usted quería ser político o abogado?
–No lo sabía muy bien. Era pibe, hice el nacional en cuatro años y entré a la facultad, a la UBA, a los 17 años.
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