En noviembre de 2005 el episcopado produjo el documento “Una luz para reconstruir la Nación”, título revelador del rol que la Iglesia no ha dejado de atribuirse. A raíz del fallo de la Corte Suprema de Justicia que meses antes había confirmado que las leyes de impunidad eran nulas, admitía que la conciencia nacional había situado a la justicia “en el centro de sus anhelos”. Sin embargo, advertía que era preciso “establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto” y “alcanzar esa forma superior del amor que es el perdón”. Por primera vez el episcopado dijo allí que la dictadura cometió “crímenes de lesa humanidad”, pero también exhortó a juzgar los “crímenes de la guerrilla”, en un nuevo intento de equiparación. En marzo de 2006, al cumplirse treinta años del golpe, la Comisión Permanente que presidía Bergoglio emitió el documento “Recordar el pasado para construir sabiamente el presente”. Sostiene que la memoria sólo tiene sentido como instrumento de reconciliación, rechaza tanto la impunidad (por la que ya no puede abogar) cuanto los “rencores y resentimientos que pueden dividirnos y enfrentarnos”, como siempre le han llamado al reclamo de justicia. Menos sutil fue la recopilación documental difundida al mismo tiempo como Iglesia y democracia. El capítulo sobre la defensa de los derechos humanos, dirigido a probar que la Iglesia siempre condenó todo tipo de violencia, se abre con el Documento de San Miguel, de abril de 1969. Pero su punto 2 se interrumpe en forma abrupta y, sin explicaciones, se pasa al 4. La tijera de Bergoglio cortó allí donde decía que el deber evangelizador de los obispos es “trabajar por la liberación total del hombre e iluminar el proceso de cambio de las estructuras injustas y opresoras” y que “la liberación deberá realizarse en todos los sectores en que hay opresión: el jurídico, el político, el cultural, el económico y el social”. La introducción del mismo documento, también suprimida, decía que los obispos proclamarían su compromiso en todas esas dimensiones con “la violencia evangélica del amor”, cuyo sentido en aquel contexto era inequívoco. Es notorio qué hicieron con ese compromiso cuando los opresores masacraron a los jóvenes que siguieron su magisterio. Tampoco figura en esta recopilación interesada el memo reservado “Puntos conflictivos en la Iglesia argentina”, de octubre de 1972, en el que varios obispos exponen su alarma por el “magisterio paralelo” del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, que condicionaba a aquél episcopado. La minuta sobre la reunión de los obispos Primatesta, Juan Carlos Aramburu y Vicente Zazpe con la Junta Militar del 15 de noviembre de 1976 suprime el tramo en que la Comisión Ejecutiva del episcopado les comunicó su adhesión a la dictadura, porque “un fracaso llevaría, con mucha probabilidad, al marxismo”. Publica la crítica por la represión sin ley, pero oculta que incluso a solas la atribuyeron a niveles intermedios, mientras destacaban “los notables esfuerzos del gobierno en pro del país”. Como contribución propusieron “abrir un canal de comunicación”, que integraron los obispos Laguna, Galán Barry y Mario Espósito. Al año siguiente, Laguna reconoció la total ineficacia de esa Comisión de Enlace. El subrayado en total es suyo, en una nota manuscrita a Zazpe. Sin embargo, las amables reuniones mensuales continuaron durante todo el régimen militar. Bergoglio tampoco incluyó el documento que la conducción episcopal envió al Vaticano sobre el diálogo secreto con Videla del 10 de abril de 1978, luego de un almuerzo. En un clima que Aramburu describió como cordial, Videla dijo que no era fácil admitir que los desaparecidos estaban muertos, porque eso daría lugar a “una serie de preguntas sobre dónde están sepultados: ¿en una fosa común? En ese caso, ¿quién los puso en esa fosa? Una serie de preguntas que la autoridad del gobierno no puede responder sinceramente por las consecuencias sobre personas”, es decir los secuestradores y asesinos. Cuando Primatesta advirtió sobre las amargas consecuencias del método de la desaparición forzada, Videla asintió. También él lo advertía, pero no encontraba la solución, dijo. Zazpe preguntó: “¿Qué le contestamos a la gente, porque en el fondo hay una verdad?”. Aramburu explicó que “el problema es qué contestar para que la gente no siga arguyendo” y sugirió que “por lo menos dijeran que no estaban en condiciones de informar, que dijeran que estaban desaparecidos”. Primatesta explicó que “la Iglesia quiere comprender, cooperar, que es consciente del estado caótico en que estaba el país” y que mide cada palabra porque conoce muy bien “el daño que se le puede hacer al gobierno”. Publiqué ese documento en mis libros y su facsímil en este diario. A raíz de eso, la jueza Martina Forns solicitó su entrega a la conferencia episcopal, que recién entonces, en 2012, reconoció su existencia y le envió una copia tomada del archivo cuya existencia había negado. De este modo, la máxima conducción corroboró en forma oficial que tanto la Iglesia argentina como la Santa Sede, para la que se confeccionó esa minuta, ayudaron a la Junta a acallar los reclamos por el asesinato de las personas cuya desaparición era denunciada por sus familiares y por los organismos defensores de los derechos humanos.
La tijera de Bergoglio
Este artículo fue publicado originalmente el día 30 de octubre de 2016