Dom 25.04.2004

EL PAíS • SUBNOTA

Los Olvidados

› Por José Pablo Feinmann

Un film de Luis Buñuel. Buñuel es uno de los más grandes directores de cine del siglo XX. Durante cierta etapa de su vida (por razones que no vienen al caso tratar aquí) residió en México. Buñuel era Buñuel en todas partes, pero en México tenía presupuestos limitados, actores bastante endebles, un país que, simultáneamente, se le entregaba y se le resistía. Pero (además) Buñuel, en México, tuvo algo que no habría tenido en otra parte. A uno de los más exquisitos directores de fotografía, a uno de los más impecables, obsesivos artistas de la luz que este oscuro mundo haya producido: Gabriel Figueroa.
Corre el año 1950 y Buñuel lo llama a Figueroa y le dice que está por filmar la historia de un niño de la calle, de un olvidado. Figueroa sabe lo que Buñuel quiere y no “embellece” el film. Al contrario: su luz es aquí la luz de la miseria. Es la luz triste, la luz desesperanzada de la marginalidad sin retorno, de la marginalidad-destino. Acaso, aquí, empecemos a sospechar por qué estoy escribiendo esto.
El protagonista de Los olvidados es un niño y ese niño se llama Pedro. Entre los pobres la mayor crueldad se da entre ellos mismos. O si no la mayor, la más frecuente. La pobreza envilece. Somete. Así, Jabo, un delincuente que andará cerca de los veinte años, sale de la cárcel y mata a un pibe del vecindario, por nada o por casi nada. Pedro, casualmente (y esta “casualidad” marcará su vida ya marcada), ve el asesinato y Jabo ve que Pedro lo ha visto. Lo amenaza, le dice que si habla habrá de matarlo como a un perro. No tengo demasiado material sobre el film y cuento de memoria su línea argumental. Lo vi por primera vez (y con alguna indiferencia) hace muchos años y lo vi de nuevo hace dos una tarde de lluvia, en Nueva York, en el departamento de Nicolás Sarudiansky, que me dijo: “Ya que tenés un par de horas libres, ¿no querés ver una gran película?”. Era una propuesta escasamente resistible; por él, por Nicolás, vi (para “llenar dos horas”) otra vez el film de Buñuel y esta vez fue devastador. El niño Pedro (un pobrecito del México más marginal) pasa de una desdicha a otra hasta que cae por fin en una “granja de rehabilitación”. Aquí le dan diversos trabajos. Uno de ellos radica en poner huevos en una canasta, llenándola. Pedro empieza a hacer el trabajo. Pone un huevo tras otro, con esmero, prolijamente. Uno lo mira y no sabe qué va a pasar. Y lo que pasa es uno de los momentos más estremecedores del cine o, sin más, del arte contemporáneo. Pedro, con una imprevisión para nosotros absoluta, mira a la cámara, clava en ella (y en nosotros) su mirada harta, rabiosa, y tira uno de esos malditos huevos que debe acomodar con prolija laboriosidad en la maldita canasta contra la cámara, contra la lente, el huevo estalla y todo se oscurece, o se opaca, se nubla con esa baba pringosa, con ese enorme escupitajo que Pedro arroja sobre esa civilización que lo mira en una película, para llenar “dos horas” y olvidarlo o para salir del cine y hablar de la luz de Figueroa, del genio de Buñuel, pero no de Pedro. Porque a Pedro (y Pedro lo sabe) lo vamos a olvidar. Muchos (¿alguien duda de esto?) se sentirán más que “hechos” con haberse bancado esa “insoportable” película de Buñuel. A mí (y a otros también; a Nicolás, por ejemplo, que por algo me dio la peli con esa pregunta tan peculiar: “Ya que tenés dos horas, ¿no querés ver una gran película?”) el huevo de Pedro me dio en plena jeta. Pocas veces el cine me golpeó tanto. Un huevazo en la jeta, cretinos, hipócritas. Y hasta es posible pensar si Buñuel o Figueroa (que saben que su película no va a cambiar la vida de Pedro ni de ningún Pedro de este mundo) no se asumieron como los primeros destinarios del escupitajo de Pedro que, al fin y al cabo, injuria la cámara, aniquila el foco y oscurece la luz de Figueroa, que alguna vez creímos era la de Dios. No para Pedro.
El resto es previsible (la vida de Pedro, y ya veremos qué queremos decir exactamente con esto, es una vida-destino) y ni siquiera su horror sin límites nos parece extra-ordinario. Es así y así tiene que ser. Jabomata a Pedro. La policía mata a Jabo. La novia de Jabo y el abuelo de Pedro agarran el cadáver del niño y lo arrastran hacia un basural. El basural está en un foso, en una hondonada maloliente y macabra. Ahí tiran el cadáver de Pedro. Y ahí queda Pedro, entre la mierda.
Una vida-destino. La escena final (el abuelo y la chica tirando al basural el cadáver de Pedro) recrea el horror de los films sobre los campos de concentración. El cadáver-basura. El hombre cadáver y el cadáver-basura. Y también remite al título (preciso, riguroso) de la película: ese cadáver va a quedar ahí, entre la mierda, olvidado. Nadie va a clamar por la muerte de Pedro. Porque Pedro nació para morir así: entre la basura (en la que vivió y de la que nunca pudo salir) y entregado al olvido que rubrica la insignificancia de su vida. Su vida era una vida-destino. Uno de los valores de la cultura de Occidente es el de la libertad. Sigo con el cine. Un momento esencial de Lawrence de Arabia (David Lean) se da en el enfrentamiento entre Lawrence y un jeque que hace Anthony Quinn, que podía hacer de jeque, de indio, torero, mexicano o lo que fuere. Un chico queda rezagado en el desierto y Lawrence decide regresar a rescatarlo. El jeque Quinn le dice que es absurdo, si quedó atrás, si se perdió, es porque así debía ser, porque “estaba escrito”. Esta aceptación oriental que reside en una concepción de un plan ya trazado, de una ineluctable destinación de todas las vidas de este mundo, irrita al occidental Lawrence, que decide regresar en busca del chico. Lo rescata, alcanza al jeque Quinn y, orgulloso, arrojándole la libertad esencial de Occidente sobre su fanatismo, su determinismo fatalista, le dice: “Nada está escrito”. Luego, en medio de otros avatares, el mismo Lawrence tiene que matar al chico que rescató. Y Quinn, con sencillez, apenas verificando algo indubitable, comenta: “Ya ve, estaba escrito”. Pero no es así la filosofía de Occidente. Es la que expresa Lawrence. El hombre nace para la libertad. Para ser libre y hacerse libre. Esto posibilita su responsabilidad moral. Hay que ser libre para ser responsable por elegir (digamos) el Bien o el Mal. Todo esto es muy arduo y no quiero simplificar, pero la “libertad” del hombre de Occidente lo constituye. Aun en aquellos filósofos que llegan a plantear que la “libertad es la conciencia de la necesidad”. Pero no. Y por ser Sartre el último gran filósofo de la libertad habremos de recurrir a él. En la Crítica de la razón dialéctica, Sartre llega a analizar los abismos de la alienación, los espacios de la no-libertad, lo práctico-inerte, la contra-finalidad. Todos los estratos de la praxis enajenada en los cuales la libertad se pierde, se extravía. Pero una y otra vez habrá de insistir: si los hombres pierden su libertad es porque la enajenación surge de la praxis libre del agente práctico que se le vuelve en su contra. En suma, la libertad es el fundamento de la alienación. Si hay “alienación” es porque antes (y como fundamento) hubo libertad. ¿Cómo podría existir la enajenación si no hubiera algo que se enajene? Lo cual lleva a la fórmula fundante de la filosofía sartreana: “La libertad es el fundamento del ser” (en La libertad cartesiana). No sé si Sartre vio la película de Buñuel. Pero cuesta creer que Pedro enajene algo. Pedro nace enajenado, vive enajenado y muere como basura. Incluso (y voy hacia los extremos) esa gran frase de Sartre (“Uno es lo que hace con lo que hicieron de él”), frase que amo y ha guiado mi vida (la vida de un niño burgués que nació en Belgrano R y fue adecuadamente educado), la siento, hoy, ahora, ajena a Pedro. Pedro tiene una existencia-destino. Pedro, para decirlo a la oriental, está escrito. Nació marcado. Nació con el destino escrito. Lo escribió la sociedad asfixiante, insuperable en que nació. Una vida-destino es una vida-condena. Pedro nace en medio de una “materialidad” insuperable. Nace en medio de lo que no hay y en ese medio nunca llega a “ser”. O sí: llega a ser lo que siempre fue. Una nihilización social. Un marginado. Un excluido. No creo que sea necesario abundar aquí con cifras sobre la marginalidad y la exclusión en Américalatina. Nuestro país y los restantes países de nuestro continente están arrasados por esa desdicha. Se debilitan –así– nuestras democracias. Ser un marginado es ser un marginado de la educación. Cuando defino al niño que fui (y que tantos de nosotros fuimos) como un “niño burgués que nació en Belgrano R y fue adecuadamente educado” digo que en esa educación venía la libertad, la posibilidad de elegir esto, aquello, eso no, eso sí. No hay libertad sin educación. Lo que hay es embrutecimiento. Ningún “progre” está con los pobres porque son pobres. (¿Podríamos ya abandonar ese concepto de “progre”? Al haber reemplazado el concepto “progresismo” al de “izquierda”, ¿no está ocupando, peligrosamente, la palabreja “progre” el lugar de la palabreja “zurdo”?) No queremos a los pobres por pobres. No hay “pureza” en la carencia social. En la marginación. Hay, cada vez más, cosificación, embrutecimiento, delito, crimen. Los pobres empiezan matándose entre ellos. La exclusión, hoy, es tan brutal que es definitiva, no tiene retorno. El que nació en la basura no sale de ella. Y sólo una sociedad sensible, que decida integrarlos y no matarlos. Educarlos y no llenarlos de plomo. Incluirlos y no picanearlos hará algo por cambiar las cosas.
Axel, Pedro, Diego. Uno ha escuchado todo tipo de cosas sobre la muerte de Axel Blumberg. Algunos señalan una dolorosa e irritante obviedad: murieron muchos, demasiados chicos antes de Axel y nada pasó. Unos canas miserables tiraron uno al río y ahí quedó todo, hundido en el barro del río de la muerte al que la gran ciudad de Buenos Aires (como a tantas otras cosas) le da la espalda. Pero no quiero decir obviedades. Esto lo saben todos. El chico Axel era educado, de buena familia, integrado y, desde luego, blanco. No debía morir. Pero lo más riguroso que escuché, lo más preciso, lo dijo una señora que, casualmente, pasó a mi lado: “¡Con el futuro que tenía ese muchacho!”. Este es el punto. A Axel le “quitaron” la vida. Porque Axel tenía una vida. Una vida “por delante”. Había sido educado para ser libre. Para elegir. Pedro no. A Pedro no le quitan la vida. Lo matan y no le quitan nada porque no tenía nada. No tenía futuro y –si lo tenía– ese futuro era el de su existencia-destino. Un futuro que no haría sino repetir, reproducir una y otra vez, incesantemente, su pasado. Un futuro-destino no es un futuro. Un futuro que sólo puede repetir el pasado no es un futuro. Es la agobiante repetición de lo mismo. Acaso su exasperación y su fin: la basura. Es cierto: a Axel “le quitaron la vida”. Porque “tenía” una vida. Esto es lo que torna intolerable su muerte para las clases educadas. Pedro, en cambio, no indigna a nadie. A nadie indigna que un condenado, un excluido, un escupitajo social acabe en la basura como un cadáver concentracionario. La vida de Pedro (al no tener salida) es un espacio concentracionario, su vida transcurre en un campo de concentración. Una vida condenada, una vida aprisionada por un destino inexorable es una vida entre alambres de púas, puede suceder en Dachau o en cualquier villa de la exclusión social, de la marginación-destino en que millones de argentinos esperan la hora de la basura. De aquí mi enorme sorpresa (y la de muchos) cuando el padre de Axel fue a visitar a Maradona. Eludo todo comentario sobre el aspecto “mediático” de esta cuestión. Blumberg no es mi tema. Supongo que está manejando como puede un duelo seguramente intolerable. Pero insisto: no es mi tema. Mi tema es Pedro, el olvidado. La existencia-destino. La existencia-condena. El futuro como insuperable repetición del pasado originario, del pasadodestino, del pasado-condena. El futuro como no-futuro. Blumberg se equivoca en algo central: Diego no es Axel. Si Diego está muriendo (o en peligro de morir) es porque Diego (pese a todos los destellantes momentos de su vida triunfal como héroe deportivo) nunca salió de Villa Fiorito. Nunca tuvo el futuro que tenía Axel. Nunca pudo educarse. Nunca se sacó la marca de la pobreza y de la ignorancia. Nunca salió de la basura y la basura nunca salió de él. Tan fuerte es la marca del origen, la condena del marginado, el hambre y el desprecio que el hambriento, el escupido mete en su alma que ni Maradona, que llegó a las más altas cimas de este mundo, pudo escapar, pudo alterar su existencia-destino. Y ahí está durante estos días. A un paso del previsible regreso. De Pedro. Del corazón de la basura.

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