EL PAíS
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PELEA
› Por J. M. Pasquini Durán
Algunos podrán considerarla una sanción tardía. Para otros tendrá más significado emblemático que real. No faltarán los pesimistas dispuestos a esperar el engaño oportuno que burle la voluntad del tribunal, como ya sucedió en Londres, después de varios meses de forcejeos jurídicos y de manifestaciones callejeras. En la noche de ayer esas sospechas fueron alentadas por la cámara judicial que hizo lugar a un hábeas corpus que dejó en suspenso la detención domiciliaria. A pesar de estos vaivenes, el fallo del juez que ordenó la prisión preventiva de Augusto César Pinochet es un impulso refrescante para todos los que dan pelea en Chile y en el Cono Sur, desde hace tanto tiempo, para reivindicar la verdad, la justicia y la libertad. Pasaron treinta y un años desde que la carrera criminal de Pinochet ganó fama mundial, derrocando al gobierno elegido en las urnas y asesinando al presidente Salvador Allende, su comandante en jefe, al que traicionó de la peor manera.
Es un dato trascendente, además, que el castigo por ahora en suspenso tenga relación directa con el plan cóndor, una asociación multinacional del terrorismo de Estado, que se aplicó en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay durante los años ‘70, cuando las dictaduras militares asolaban estos territorios. Era un sistema que permitía que los aparatos represivos y de espionaje de cada país pudieran actuar en los otros con las facilidades de “zona liberada”.
La acusación contra el ex dictador chileno es por homicidio calificado, una de las posibles definiciones para las tareas cumplidas por los verdugos de uniforme. Tiene otras dos causas abiertas, por el asesinato en Buenos Aires del general Prats y su esposa y por corrupción mediante malversación millonaria de fondos públicos, que fueron a parar a cuentas privadas del homicida en el exterior. La presunta causa patriótica, con la que los dictadores de allá y de aquí pretendieron justificar los múltiples crímenes, fue una máscara para el latrocinio que rellenó de dólares sus mochilas de combate.
Aunque sea apenas simbólica, la sola posibilidad de la prisión domiciliaria debe ser recibida como una afrenta insoportable por quien actuó como amo y señor de vidas y bienes a lo largo de casi dos décadas, el mismo que creyó que sus nombres de pila, evocativos de los emperadores romanos, eran una señal divina para su destino personal, el que espera terminar sus días rodeado de halagos y homenajes, iguales a los que en los años pasados le fueron ofrecidos por sus camaradas de armas y por una porción de la sociedad chilena mientras burlaba la verdad y la justicia.
Cuando estuvo detenido en Londres, incluso el gobierno de la coalición democrática acudió en su auxilio, complicándose hasta en la patética simulación de falsas enfermedades. La defensa gubernamental invocaba argumentos jurisdiccionales que reivindicaban la soberanía absoluta de Chile para juzgar su propio pasado, sin advertir que la causa de los derechos humanos violada sin fronteras tampoco debe reconocerlas a la hora de juzgar crímenes de lesa humanidad.
En aquellas circunstancias, aparte de la controversia sobre tales argumentos, la suspicacia imaginó que la democracia todavía no tenía la fortaleza suficiente para resistir la presión de los militares a favor de su caudillo. A partir de ese mismo razonamiento suspicaz, hoy podría decirse que la presión, en caso de que subsista, ya no produce el mismo efecto. ¿O este hábeas corpus fulminante no es sólo una argucia leguleya? La democracia, más fuerte o más madura, debería recuperar con el fallo de castigo la dignidad que le corresponde a un estado de derecho. Es incompatible la protección al genocida con los principios de justicia y libertad que toda república democrática debe defender sin atenuantes ni conciliaciones “tácticas” o “estratégicas”.
La prisión que amenaza a Pinochet, quien se hizo nombrar senador vitalicio del Congreso democrático como otra manera de escapar al castigo, es un mensaje para todos los genocidas: si la muerte natural no llega antes, no importa los años que demande ni los premeditados escudos protectores, un día llegarán la verdad y la justicia a golpear las puertas de sus residencias privadas.
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