EL PAíS
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La raya que no existe
› Por Mario Wainfeld
El Gobierno saturó las calles de policías y frenó, con algo de disuasión y una inevitable pizca de amedrentamiento, las movilizaciones de ayer. “La gente” que rabia en las bocacalles o ante los encuestadores estará conforme, al menos más conforme que hace un par de días. La movida en sí misma no es cuestionable si termina como terminó ayer, sin violencia ni represión, algo muy difícil de garantizar en estas pampas.
En el oficialismo priman la conformidad y cierta idea de haber entrado en una nueva etapa. La expresión “no pasarse de la raya”, ya enunciada por los habituales voceros gubernamentales, es moda en la Casa Rosada. La frase es más efectista que precisa. La pretendida raya que marca el límite entre la protesta aceptable y la excesiva, aun la que separe a la legal de la ilegal, no existe. O, si se quiere decir de otro modo, es imprecisa. La realidad, a diferencia de los discursos, ama los grises. Es claro que hay algunos modos de protesta manifiestamente mansos y legales. Y otros manifiestamente violentos o ilegales. Pero la casuística concreta es más vasta y más peliaguda de clasificar.
El Gobierno predica que no quiere aplicar mano dura ni restringir la protesta. Para cumplir con esos cometidos debería registrar que en este país los modos de hacer y expresar política son bastante crispados y enérgicos. Pocos presidentes del mundo (ciertamente ni el de Uruguay ni el de Chile ni el de Francia, por decir algo) tienen una verba tan frontal y desprejuiciada como la de Néstor Kirchner. No abundan en democracias instaladas ministros tan deslenguados como Aníbal Fernández. Y costaría encontrar a militantes sociales tan agresivos en su forma de expresarse como el oficialista Luis D’Elía. Esta descripción no pretende cuestionar sus modos y estilos por inadecuados, al contrario. Revelan que personas representativas en este país hacen política de forma más expresiva, de ordinario más frontal que en otras latitudes. El derecho de funcionarios y militantes sociales oficialistas a ser excesivos, que (contra las tendencias en boga) este columnista reconoce, también les cabe a las minorías que critican o confrontan con el Gobierno.
En un país donde las movilizaciones son ásperas y el movimiento social, jacobino en sus modos, la saturación policial es una luz amarilla y no un motivo de festejo, así “la gente” piense otra cosa. Las fuerzas policiales nativas tienen una marcada propensión, estadísticamente comprobada, a proceder con belicosidad, falta de profesionalidad o instintos criminales. Ponerlos en la calle, máxime cuando desde la cúspide del poder se propala un discurso excitado y hasta conspirativo, es jugar con fuego.
Es sensato intuir que si ese fuego quema, si las fuerzas de seguridad (como tantas otras veces) dan rienda suelta a su idiosincrasia, el Gobierno será responsable. Y bien puede que “la gente”, que es muy volátil, le reproche el descontrol con énfasis similar al que usa para recriminarle lo que fue su (básicamente sensato) proceder hasta estos días.
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