EL PAíS
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Ellas dos
› Por Sandra Russo
Nadie puede negarles el carnet del club. Quedaron lejos y extemporáneos los tiempos en que Elisa Carrió, más que lamentarse, se jactaba de jugar en las ligas mayores y no tener marido. Tanto Cristina Fernández como Chiche Duhalde juegan en las mismas ligas, tienen marido y nadie podría negar que las dos son verdaderos cuadros con una impronta propia, aunque esas huellas personales sean tan distintas como lo son los hombres que eligieron, la manera en la que hicieron sus campañas, el lenguaje que usaron, la iconografía que desplegaron, los propósitos políticos que esgrimieron y hasta la ropa que usaron.
Chiche se llama González, pero se deja nombrar orgullosamente Duhalde, a la usanza de aquellas familias bienvenidas que hacen del apellido masculino un sino protector, una marca en el orillo de la que nadie reniega. Eso para no caer en chistes fáciles, es decir, para no asociar la fidelidad al apellido de las viejas familias de la Italia del Sur, la tierra de la que salieron los Corleone, a los que Cristina hizo referencia al principio de la campaña. Ella, por su parte, se llama Fernández y reclama que le digan así. “Cristina Fernández o simplemente Cristina”, supo decir hace un tiempo, cuando en los primeros actos iban apareciendo las siete diferencias entre ambas. La verdad, puede que la gente del común por la que se dejaron besar las llamen Chiche o Cristina, pero lo cierto es que en sus respectivos entornos las dos tienen un halo de “Señora” temible, esa Señora que a la que el poder no la perturba ni la intimida: más bien, la condimenta. Fernández o Cristina quería la primera ciudadana que la llamaran, aunque la K la circunde y la resignifique, y sea ella misma uno de los pilares de la era K.
Es curioso, pero mientras Chiche se dejaba llamar Duhalde, Duhalde se quedó en su casa. A Cristina Fernández su marido, en cambio, la secundó en persona y acto tras acto. Los dos –o los cuatro– habrán hecho cuentas y habrán pensado en el rédito de quedarse o de ir. Duhalde está acostumbrado a construir y regentear el poder desde la ausencia, suele declarar cada tanto que su misión está cumplida y negocia, desde lejos o las sombras, una sucesión que nunca es tal. Kirchner, por su parte, llegó al gobierno débil y se fue fortaleciendo en un gesto replicado, aquel gesto inaugural de salirse del protocolo y exponerse, poner el cuerpo, incluida la frente, para que un lamparazo terminara en curita. Y así fue la manera en la que esos dos hombres respaldaron a sus mujeres en esta campaña: uno, haciendo mutis por el foro. El otro, sentándose en los palcos y dejándose convertir en “El”, ese apelativo con el que Cristina decidió intermediar el lazo matrimonial. Ese “Usted, Presidente” que le fue dirigido tantas veces, fue un hallazgo que algunos tildaron de grandilocuente o ficcional, pero es que no existe la campaña política sin ficción, no existe la vida real en una temporada en la que los candidatos y las candidatas están obligados a decir, en mil maneras diferentes, “yo soy mejor”.
La iconografía que utilizaron ambas también las diferenció, y cómo. Chiche fue con su escudo y con su marcha, siendo doble de riesgo: ¿qué significa en la Argentina de hoy ser el portador del escudo y la marcha? ¿Qué fantasmas se agitan a la hora de ver ese escudo y escuchar ese sonido? El origen glorioso de todo eso, aquel ’45, quedó sepultado bajo el polvo tóxico del ’74 y lo que siguió. Sólo el aparato ama al aparato. Y las riendas que sujetaban a amplios sectores bajo el manto dudoso del apriete o el clientelismo, se aflojan ante una nueva forma de construcción de poder, aunque esté en ciernes, aunque sea verdad que lo único que pasó es que los intendentes del conurbano cambiaron de proveedor, aunque la intimidad del estado de las cosas en la provincia permanezca como siempre, nublada y accidentada. Lo cierto es que allá fue Chiche, cuyo acto de cierre de campaña lo dijo todo: fue en la localidad de Presidente Perón, en un escenario montado en la calle Eva Perón, con música y cotillón de gente que bajó de micros que quedaron estacionados en la avenida Rucci. Todo dicho. Cristina, por su parte, habló en teatros de butacas cómodas, sin grandes movilizaciones, con escenografía austera y papelitos que humanizaban los finales. Quirófano peronista, asepsia K.
Chiche recurrió al sentido común y a la emoción partidaria. Cristina saltó a la racionalidad de un proyecto y entronizó a su marido como el referente capaz de guiar al país en ese trance. Chiche repitió el vestuario y en entrevistas pudo vérsela varias veces con la misma chaqueta de colores neutros. Como una señora de clase media que no tiene reparos en embarrarse los zapatos y que no descuida, a la hora de las preocupaciones, el precio de la lata de tomates. En el discurso elegido por Cristina no existen las latas de tomates. Existen, sí, datos de la macroeconomía que permiten inferir que las cartas está bien echadas y que lo que hace falta es que alguien las baraje de nuevo y las reparta mejor. El resultado parece indicar que, con todas las salvedades del caso, Chiche jugó un juego conocido que no seduce a nuevos jugadores, y Cristina, que no dio entrevistas ni hizo declaraciones, que se empastó de rimmel y lució sus extensiones como una imagen rediviva del ideal de belleza madura no reñida con un mejor promedio, elevó el nivel, se exhibió convencida de pensar lo que dice y prometió un horizonte al que hoy miran muchos más. Después de las elecciones, ahora, con el poder embadurnado de la crema reafirmante de la victoria, es la hora de la responsabilidad con lo enunciado.
Nota madre
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