EL PAíS
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La renuncia a la renuncia
› Por Mario Wainfeld
“¿Por qué no renunció a renunciar? ¿Por qué no a renunciar a renunciar?”.
Jorge Luis Borges, Ficciones.
Comentan que en ciertas cosas del amor el damnificado es el último en enterarse. Viene pareciendo que, en ciertas cosas de la política, los principales interesados son los últimos en entender cuáles son sus repercusiones. En algunos casos, de sobrada fama reciente, son además los únicos en no preverlas.
Rafael Bielsa se desayunó tarde acerca de algo entre predecible e inevitable. Su transición de Entre Ríos y Rivadavia a la Avenue Foch, muy cerca del Arco del Triunfo, era un desaire a los ciudadanos. Tras haber prometido ir al Congreso fuera cual fuera el resultado, no podía imaginar otra reacción. Que la noticia fuera presentada en simultáneo con la jura de Borocotó agregaba un factor de irritación. Aunque las dos actitudes no eran iguales, las unía el lazo común de la ruptura del flamante contrato electoral.
Para colmo de males, Bielsa, fiel a su estilo, presentó su caso de un modo que lo hacía más urticante. Se mostró como una suerte de Túpac Amaru moral y propuso que ir de embajador a Francia era un sacrificio. Los porteños, tangueros ellos, aman París desde el fondo de la historia y nadie cree en este suelo que sea un tormento ir a tamaña ciudad, máxime si se tiene un sueldo generoso y viáticos pagos. El ex canciller no entendió que, de cara a una opinión pública enconada y suspicaz, debía justificarse y no ir en pos de aplausos.
Es claro que Bielsa no supo anticipar una respuesta previsible. Es también cierto que, cuando entendió lo obvio, tuvo una actitud no frecuente en nuestra política. Asumió su error, se mortificó y se propuso reparar el desaguisado. Conturbado, tenso, sin ánimo para una sonrisa, dijo que se había equivocado y que lo comprendió por “escuchar a la gente”. También había conocido una encuesta de Enrique Zuleta Puceiro, requerida desde la Casa Rosada en la que una mayoría cuestionaba su decisión, pero un 27 por ciento aprobaba que fuera embajador, contra un 55 que lo desaprobaba. No eran tan pocos los que avalaban, de hecho un porcentaje mayor que el que lo acompañó en las urnas. Le pareció decepcionante.
Quienes lo conocen de cerca dicen que está bajoneado desde el mismo 23 de octubre. Que un cónclave en el local del PJ porteño en el que se le aplicó la verdad 21 (“el que pierde es un traidor”) lastimó su autoestima. Que casi no pasó por la Cámara de Diputados y que, requerido para ocupar algún puesto relevante en el bloque del Frente para la Victoria o alguna presidencia de comisión, los rechazó con desgano. Tras ser ministro sólo figura inscripto como vocal en dos comisiones. “Parecía que estaba de tránsito”, comentó un compañero que lo quiere bien, días atrás, antes de la renuncia. Y de la renuncia a la renuncia.
Bielsa se desentendió de sus votantes, pero no lo hizo solo. El Gobierno también ninguneó el compromiso asumido por los candidatos, reincidiendo (con las diferencias del caso) en la cuestionable movida con Eduardo Lorenzo. Dos intervenciones en el mismo rumbo, incorrectas y desprestigiantes, deberían hacer reflexionar a sus responsables.
La vida política es muy dura y las competencias electorales, despiadadas; quien incursiona en ellas debe tener el cuero muy curtido. Bielsa fue sometido a una serie de pruebas que, acaso, superaron su temperamento.
Como contrapartida, tuvo la gallardía de asumir que había metido la pata y de retractarse. Una conducta encomiable, que quizá lo sería más si el ex canciller y ex embajador no fuera tan proclive al autoelogio aun cuando trata de enmendar sus tropiezos.
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