EL PAíS
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Los albores de la era Miceli
Por M. W.
El ágora contemporánea tiene sus reglas inexorables, entre las cuales podemos citar la pluralidad de discursos y la dialéctica. Todo enunciado suscita su réplica, toda tesis oficial su antítesis. El receptor, soberano, decodifica los mensajes, muy a menudo para sorpresa y desazón de los emisores. Vamos a un ejemplo de la coyuntura.
El presidente Néstor Kirchner reformuló su gabinete dotándolo de mayor coherencia. Es un gesto de fortaleza que insufla mística a las huestes oficialistas. Y que es leído como demostración de fuerza por interlocutores del gobierno que obran en consecuencia, tal el caso de los productores ganaderos o los supermercadistas.
Pero la unidad es refutada por opositores y críticos como uniformidad, falta de calidad, seguidismo. Kirchner instala que tiene un gabinete que le responde, sus principales voceros refrescan que la Constitución habla de “ministros-secretarios”, la autoridad es indiscutible. Pero surge, como poco, la hipótesis antagónica: ha habido una licuación del gabinete. O, aún más, que los ministros están pintados.
Felisa Miceli no se topará con nadie que dude de su fidelidad al Presidente pero debe prepararse para que haya muchos que olfateen que no tiene poder propio, que es puenteable, que ningún acuerdo con ella es consistente. Uno de los desafíos primeros de la dupla Kirchner-Miceli será probar que la falta de tensiones entre el presidente y su principal ministra no equivale a la falta de piné o de peso propio de ésta.
A Miceli no le faltan espolones para esa lid. Su estilo personal es cortés y amigable, pero una mirada atenta a su carrera política demuestra que no llegó tan alto por azar o de resultas de una gracia presidencial. Miceli protagonizó una proeza infrecuente que es ganarse la confianza (por mucho rato simultánea) de dos políticos avezados, desconfiados, muy inteligentes, para colmo competitivos: Kirchner y Lavagna. Dos funcionarios, por lo demás, exigentes en materia de capacidad de gestión y contracción al trabajo. Para nada improvisada y tampoco distraída ni ingenua la ministra deberá encontrar un modo de no evocar el protagonismo de Lavagna sin dejarse eclipsar por el sol presidencial. Parte de su éxito depende de esculpir ese perfil, que Kirchner dice anhelar y fomentar pero que su praxis cotidiana suele dificultar.
La herencia de Lavagna
Un enigma que develará el nuevo gabinete es cuánto cambiará la política económica. En ese carril, las divergencias entre Kirchner y Lavagna fueron mucho menores que sus coincidencias respecto de los pilares básicos del, muy primario, “modelo” económico actual. Alto superávit, reservas crecientes, dólar “competitivo” que facilite las exportaciones y un haz pequeño de políticas keynesianas, con la obra pública como viga de estructura. Con una administración tributaria agresiva y con impuestos a las ganancias extraordinarias de los exportadores se redondeó un círculo, que produjo gran crecimiento y viene muy rezagado en la redistribución del ingreso. Es un lugar común del oficialismo decir que “ahora” esa etapa se viene, pero no está claro si esa afirmación implica renunciar a algún objetivo o instrumento del pasado reciente. Suponer que se puede seguir creciendo al 9 por ciento anual, mantener las reservas y mejorar las políticas redistributivas o reparadoras, manteniendo o bajando la inflación, es una aseveración voluntarista que da por hecho algo controvertible, la inexistencia de límites del esquema económico actual.
La inflación, la aproximación al 2007 (año electoral que coincide con los primeros pagos del canje de deuda privada), la existencia de visibles cuellos de botella inducían a Lavagna a una solución, digamos, convencional. El ministro estimaba que en el 2005 habían existido desbordes de gasto, inherentes a un año electoral. Resignado o filosófico, afirmaba saber cuánto iba a gastar el año que viene: en proporción, menos que el corriente. Era el momento de fortalecer las reservas lo que podría permitir: mejorar la reputación ante el FMI, de cara a una negociación muy dura en caso de frustrarse las tratativas, pagar sin mayores sobresaltos. La acumulación de reservas también podría servir para moderar la demanda interna. Es del caso consignar que Kirchner siempre compartió, en lo básico, ese razonamiento, aunque en los últimos tiempos pareció tentado a no limitar el gasto tanto como proponía Lavagna. Habrá que ver cuál es su criterio para los próximos años. Hasta ahora no ha renunciado ni a los objetivos más ambiciosos ni a los instrumentos de siempre.
Ese potro
Entre otras cuestiones irresueltas de la era Lavagna está la famosa puja distributiva, ese potro que Kirchner siempre elogió y al que ahora le cuesta domar. La existencia del magno superávit estatal, la persistencia del crecimiento chino estimulan la percepción de que “hay plata”. La sufrida paciencia de años se mina, la combatividad sindical crece y a menudo el conflicto se desmadra, enconando al Gobierno con su pingo al que quisiera más manso. Una consecuencia no siempre comentada del resurgir de las luchas sindicales es que éstas acentúan las diferencias entre los trabajadores “de Moyano” (esto es de los formales, de los que trabajan en sectores de punta o con alto nivel de empleo) y los informales, los desocupados, los jubilados y aun los cuentapropistas. Un hiato que creció en este bienio, poco atenuado por las limitadas políticas sociales oficiales. Ese es otro punto del contrato entre Kirchner y Lavagna que (la designación de Juan Carlos Nadalich así lo sugiere) pinta para perdurar en la gestión Miceli.
La inflación, un alerta que desvela al Presidente, ha motivado una gestualidad novedosa que es su protagonismo en una puja muy contingente, la batalla de las góndolas. El involucramiento y la cruzada misma no hubieran halagado al paladar del ministro saliente. Pero la mudanza, lo aceptan los oficialistas más enragés, es antes una jugada cultural, una señal, que una solución a un dilema complejo.
Las soluciones estructurales, los cambios de rumbo al fin (la reforma impositiva, las políticas universales, la restauración del crédito, el seguro de desempleo, la ley de marco regulatorio para las privatizadas) siguen en el tintero. Es difícil creer que, sin ellas, comience dendeveras la segunda etapa del Gobierno o, si usted prefiere, la era Miceli.
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